viernes, 25 de diciembre de 2009

el negocio que nos hundirá en la miseria



Cuando tenía nueve años mi padre entró en mi cuarto y dijo: «la humanidad da asco».

-¿Qué cosa? –pregunté yo.

-Que todos los hombres dan asco, incluyendo a tu madre, a tus hermanos y a ti y a mí.

Ese día, mientras veía la televisión, mi padre se había enterado de que el general Harold Bedoya se lanzaría como candidato presidencial para las segundas elecciones de la década de los 90. Cuando vio la noticia, lo único que pudo hacer Takoohi fue buscar a la única persona que se encontraba con él en la casa y decirle: «la humanidad da asco. Moriré tranquilo si aprendes para siempre esa lección. Todos los hombres dan asco, incluyendo a tu madre, a tus hermanos y a ti y a mí».

Quince años después, cuando murió mi padre, mis hermanos y yo decidimos utilizar aquella frase para grabarla en su lápida:

AQUÍ LLACE TAKOOHI GAROGLANIÁN,
CUYAS ÚLTIMAS PALABRAS FUERON:
«LA HUMANIDAD DA ASCO»
1957 – 2009


En realidad, lo último que dijo mi padre fue que tenía mucha sed, pero entonces no podíamos darle ni un sólo vaso con agua. Hablo en plural porque todos los Garoglanián estábamos presentes en aquel momento. Los líquidos de la vejiga del buen Takoohi le habían hinchado tanto el estómago que parecía que en cualquier momento fuera a estallar y a lavar la habitación entera. Como nadie le llevó nada de tomar, mi padre comenzó a salirse de control y a lanzarnos injurias, hasta que finalmente, con su gancho izquierdo, me dio una trompada que me sacó sangre por la nariz.

Hoy día tengo una nariz de boxeador apaleado. Además, creo saber lo suficiente de la vida para reafirmar que la humanidad, efectivamente, da asco, incluyéndome a mí y a mis hermanos, y para comprobároslo os voy a contar otra historia.

Nadie sabe con exactitud cuan infames pueden ser los hombres. Imaginaos un país mucho más corrupto y vandálico que Colombia, con más paramilitares y menor presencia del Estado. ¿Menuda exageración? Pues según la última carta que recibí de Jessy, Xavier y Camile Garoglanián, no. Existen esos sitios, aunque parezcan salidos del hoyo más oscuro de occidente. Si os dijera que empresas como Nokia, Ericcson, Sony, Bayer, Intel, Motorola, HP, Hitachi e IBM son responsables del peor genocidio conocido hasta hoy en el mundo entero desde las masacres de Ruanda en el 94 ¿qué os parecería?

Creedme, la humanidad da asco.

La historia que os voy a contar comienza, por tanto, en un país detestable que no es el nuestro. En ese sitio existen hombres ricos con mentalidad de pobres y pobres con mentalidad de miserables, como aquí. Un día los paramilitares de ese país descubrieron que podían financiar el terrorismo y la guerra por medio de un mineral, así que empezaron a comprar grandes cantidades de cascajo por un precio de hambre para revenderlo mucho más caro en el mercado internacional. Quienes trabajaban en los yacimientos del mineral eran niños y hombres de mediana estatura. En lo que respecta a las mujeres, su único oficio consistía en permitir ser violadas y mutiladas por la milicia paraestatal.

¿Alguna vez habéis comido gorila o elefante? Os voy a compartir un dato interesante. En 1856, tras su viaje por el oriente, Gustave Flaubert recibió del chef de los Reyes de Prusia una receta para cocinar las patas de un gorila a la moscovita. Hay que comprar las patas peladas. Lavarlas, salarlas y dejarlas en adobo durante tres días. Cocer en una cacerola con tocino y verdura durante siete u ocho horas; escurrirlas, secarlas, espolvorearlas con pimienta y engrasarlas con manteca derretida. Rebosarlas luego con miga de pan y ponerlas durante una hora a la parrilla. Servirla con salsa picante y dos cucharadas de jalea de grosella.

-Lo mismo se podría hacer con las piernas de un hombre –dijo mi primo Rabo en cuanto le enseñé la receta.

Yo estoy seguro de que sí, aunque ninguno de los dos tendría las agallas para servirse una rebanada de anca.

Pero aun no he terminado con mi historia. Imaginaos que en aquel país detestable las cosas se pusieron tan mal que las personas comenzaron a cazar gorilas y elefantes para alimentarse. Os lo digo en serio. Con rifles ingleses y escopetas de origen americano derribaban cualquier blanco a la redonda. Un sólo elefante previamente abaleado, descuartizado y pelado hasta los huesos podía alimentar a 65 familias en una semana, lo cual constituía un lapso relativamente largo en un lugar en donde la vida cuesta tan poco o se entrega a cambio de nada.

Ahora, también debéis saber que el mineral que se extraía del subsuelo de aquel país se llama coltan y que tanto las empresas multinacionales como los gobiernos adscritos a la mesa de la ONU lo necesitan para crear, por un lado, los artefactos de comunicación que se venden por todo el mundo y, por el otro, cohetes espaciales mucho más poderosos y misiles inteligentes. ¿Ya vais ordenando las fichas? Nuestra época también está cargada de paradojas infames. ¿A que no sabéis, por ejemplo, quien compra los celulares y las computadoras que se crean con el mismo coltan que las multinacionales compran de forma ilegal a paramilitares sanguinarios? Os lo dejo de ese tamaño para que lo penséis con calma, pero arrimaré una pista: es el único animal que copula de frente y no sólo por detrás.

El final del cuento consiste en lo siguiente: después de extraer todo el coltan y no dejar ni un solo niño vivo ni una mujer virgen e intacta, las empresas descubren que existen pequeños yacimientos en Venezuela, Brasil y Colombia. ¿Alguno de ustedes se ha preguntado por qué el general Hugo Chávez militarizó sus fronteras con nuestro país? Saquen sus propias conclusiones; de todos modos el mundo se va a acabar este 31de diciembre a las doce de la noche.

Fin.

sábado, 12 de diciembre de 2009

El negocio que nos sacará de la miseria



Tengo un primo que se llama Rabo Karabekian y es tuerto. Tiene 64 años. Vive en Puerto Asís. Algunos de ustedes se preguntaran cómo un estudiante de periodismo de esta universidad de la desilusión puede tener un primo que le triplica la edad. Bueno, la respuesta es simple. Mi abuelo tuvo a mi padre a los 56 años; 39 años antes había tenido a mi tío; es decir, el padre de Rabo. Yo nunca conocí a mi abuelo, pero mi padre me contaba, antes de morir de cirrosis etílica, que él y mi abuela se conocieron trabajando para un cauchero. ¿Os habéis leído alguna vez El libro rojo del Putumayo? Pues este libro, según sé, lo escribió mi abuelo después de huir de la hacienda del cauchero con mi abuela, en sesiones de tres horas durante cada noche hasta que cumplió los 43 años, la edad de Jesucristo.

Digo la edad de Jesucristo si los filisteos lo hubieran dejado vivir diez años más. Es cuestión de menospreciar un poco la historia oficial ¡nada más! Mi padre me tuvo a mí a los 45 años, cuando se casó con mi madre, una profesora de escuela. Tengo tres hermanos, pero todos viven lejos y no los he vuelto a ver. Rabo creció con el apellido de su madre, ya que mi tío, un beodo de las grandes ligas, nunca se preocupó por su crianza ni por la manutención de su familia. Mis hermanos conocen mejor a Rabo que yo, pero, en mi caso, esa es una ventaja; o sea, en el caso de un escritor (¡O al menos en el de alguien que quiere serlo!), ya que lo poco que sé de él me ha llegado de oídas, como cartas enfrascadas en una botella, y en ese caso me he permitido fantasear un poco con su vida y con su imagen.

Rabo Karabekian se casó cinco veces, pero nunca tuvo hijos. Perdió su ojo a los 17 años por un disparo que le atravesó la pared derecha del cráneo y salió por una de sus cuencas, desparramando su pequeño óvalo azul por el suelo. El libro que escribió mi abuelo fue publicado 30 años después de que él muriera, bajo un seudónimo que creo que todos conocen, y las gestiones fueron hechas por mi tío Zorab, el padre de Rabo. En realidad, lo único que quería el padre de Rabo era tener una entrada para poder gastar en las garitas de juego, y lo hiso todo de forma que mi padre, el buen Takoohi Garoglanián, no se diera cuenta de nada para no compartir sus regalías con él. El libro fue publicado en Londres, traducido al inglés. Nadie en Colombia habría publicado un libro así hace 40 años. Ahora Rabo es quien tiene los derechos del libro por vínculo sanguíneo con el único heredero, y mi padre murió sin saber de dónde provenía la fortuna de su sobrino.

Mis hermanos y yo nunca hemos buscado a Rabo para pedirle nuestra parte del dinero. Cuando murió mi padre, Rabo nos buscó en su sepelio y decidió pagarnos la universidad a todos, enviándonos cada mes lo mínimo indispensable para vivir. Creo que es un buen hombre, y piensa que no se le debe dar demasiado dinero a alguien que no está acostumbrado a manejarlo, y creo que hace bien. Ahora parece que han encontrado un yacimiento de coltan en una de sus propiedades. Yo no sabía lo que era el coltan hasta que mis hermanos me lo explicaron en una carta. Rabo quiere que terminemos de estudiar y nos vayamos para Putumayo a vivir con él. Parece que el coltan es un mineral oscuro que a primera vista parece un pedazo de carbón fosilizado, pero que cuesta mucho en el mercado internacional, ya que con él hacen todos los aparatos electrónicos con los que se comunica la gente ahora.

Mis hermanos me dijeron que dentro de poco el coltan valdrá mucho más que el oro y los diamantes, pero muy pocos saben eso, así que, por una eventualidad de este siglo, todos los Garoglanián pasaremos de ser unos pobres muertos de hambre a reyes de todo un país.

Estoy hablando de Colombia, por supuesto. Rabo ya sabe lo que debemos hacer con el dinero; vamos a comprar a todo el congreso, incluido a nuestro querido mandatario Sardanápalo, para que impidan la entrada de compañías extranjeras a suelo nacional, y de esta manera podamos explotar todo el coltan nosotros mismos (o sea, nosotros cuatro) a cambio de una pequeña propina para nuestros amigos del Palacio de Justicia y la Nariño´s house. También parece que encontraron yacimientos en Guainía y en Vaupés, pero lo que es Rabo Karabekian, ya los tiene en la mira.

martes, 1 de diciembre de 2009

últma velada (el club de los perros románticos)



Tu vida corre sobre un desfiladero insondable de concreto y mierda. Abajo está la nada y el vacío infernal: la boca de una gran ballena que se abre y traga todo lo que encuentra a su paso. La soledad es dolor, es ausencia, pero también es libertad. Dentro de la soledad siempre habita oculta una esperanza. Tu tronco cae en decúbito supino sobre la cama. La pistola negra permanece en tu mano. ¿Por qué te enamoras de todas las mujeres que demuestran el más mínimo interés en ti? El arma se convierte en una extensión de tu muñeca, fría, mortal, inquisidora, emponzoñada, deletérea, perniciosa. Tienes un gran problema, amigo. Lo has dejado todo a cambio de ese cuarto y esa cama. Has abandonado tu aldea para ganar un sueño o una quimera o una fantasía utópica. Has abandonado a tu familia, a tus amigos, a tu antigua novia, y ahora no tienes nada. La tuya es una generación de adolescentes tristes y miserables. Todos tus compañeros del colegio departamental eran tristes, y los que no parecían tristes eran miserables, pues no sabían de su tristeza. Arsenio es el primer nombre que se te viene a la cabeza, un estudiante que a sus 17 años ya se había intentado suicidar cuatro veces, por lo que todos lo llamaban arsénico y lo golpeaban en el baño y una vez, después de su clase de música, le robaron sus zapatos para que tuviera que volver descalzo a casa. A él no le afectaba lo que los demás hacían para llagar continuamente su vida. Nada importa realmente, perecía decir tras cada humillación y virulencia dirigida en contra suya, entre sangre y dolores inaguantables, entre lágrimas sin razón física aparente, sino emocional o mental, o de desamor, o de quebranto, o de fragilidad juvenil. Luego piensas en otras personas sin rostro, ocultas tras capas y más capas de bruma y olvido. Ronald Urrea y Cesar Barcheilly. El primero condenado a tres años de cárcel por posesión de estupefacientes. El segundo, según sabes, agonizante en casa de su abuela por una infección tuberculosa. Arsenio logró su cometido con una correa para manear caballos. César no necesita de ningún cabestro. Los hombres mueren y él lo sabe aunque no quiera morir. Los hombres que mueren se reencuentran en algún lugar después de romper la franja. Esperanza, te dices a ti mismo. Tu muerte no será una aniquilación, sino todo lo contrario: el punto de partida hacia un país distinto, hacia una ciudad disímil, en donde tal vez te encuentres con caras conocidas. Entonces observas la figura ampliada en papel fotográfico de Agnés Varda, y por un instante sientes el impulso de pedirle consejo a esa imagen adherida a tu techo con tachuelas de colores. Escoger un camino no es tan fácil, pero puedes suplicar por un poco de sabiduría e inteligencia. O mejor aún, por un poco de amor. Tu tristeza no es más que un exceso de egolatría y autoconfianza. Lo seres humanos se sueñan a sí mismos mucho más importantes de lo que en realidad son, y ese sueño, como todos los delirios y las alucinaciones, es una mentira que se estima necesaria, un disfraz con el que los hombres se visten y rehúyen de su insignificancia congénita y su mortandad. Así que te levantas. No eres nada. No eres nadie, pero de algo puedes estar seguro: como tú existen miles, y ninguno de ellos sabe que la modestia es el único remedio contra aflicción, que la modestia es además la única herramienta fidedigna para olvidarnos de que nuestra pena es la peor de todas, y que es prácticamente imposible que otro individuo en el mundo se sienta tan desolado como nosotros. Tu libreta yace sobre una mesa diminuta llena de papeles, y tú dejas la pistola y escribes; esta vez con la sensación de haber sobrevivido al peligro inminente de un desastre natural.

Cuaderno Nº 23

30 de noviembre, lunes.


Método de supervivencia

1º Fracasa dignamente y no reniegues de tu inseguridad, ya que sólo los tontos creen saber lo que quieren y cómo deben lograrlo.
2º Nunca seas el número uno en nada, ni en tu ciencia, ni en tu disciplina artística, ni en la escala de los promedios conspicuos de tu facultad.
3º Trabaja, pero detente en el momento en que otros comiencen a esperar algo de ti.
4º Llega siempre hasta las últimas consecuencias; es decir, hasta los últimos límites de tu idiotez cotidiana.
5º Sólo existe una terapia contra el miedo al ridículo: has el ridículo cuantas veces puedas.
6º Juégate la vida por tres versos que trasciendan.
7º Apuesta tu dignidad por un poco de sexo sucio.
8º Cuestiónalo todo, tu vida, tu moral, tu religión, el respeto por los papás y hasta el amor que se siente por la novia.
9º Conserva el buen humor. Lo último que se pierde no es la esperanza, sino la capacidad de hacer risibles las cosas más tristes.
10º Confía ciegamente en tus maestros: Bolaño, Chesterton, saroyan…
11º Abandónate por completo a tus ideas.
12º Busca tu libertad.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

normas de comportamiento para una velada metafísica II


Hay un tiempo en la vida en que ésta retarda su marcha sensiblemente como si vacilara entre seguir adelante o cambiar de rumbo. Es posible que en ese periodo uno sea más propenso a que le pase una desgracia.

Robert Musil

No hay nadie en el cuarto y la franja está por romperse. La herrumbre alcalina del cañón irrita la punta de tu lengua y la cara interna de tus labios. Alejas el revólver y desajustas el cilindro, que deja ver la armadura de un solo proyectil. Piensas en Pavese y en Arenas, y en Celan y en Foster Wallace. ¿Acaso todos compartieron las mismas razones ontológicas para morir? Tu soledad es una enfermedad irreparable. Toda tu vida ha sido una mentira. Ves, en la pared de madera y cartulina que aísla tu habitación de los olores y las dilataciones anales de tu vecino travesti, una película que se proyecta frente a tus ojos. Eres un niño desmueletado y vistes pantalón con tirantes. Todos las personas a tu alrededor te llaman nené y te cubren con mimos y halagos. Primera mentira. Tu idiotez es una enfermedad irreparable. La escuela se convierte en un infierno, aun cuando tu madre ocupa la oficina de dirección y se esfuerza para impedir que te rompan la cara. No eres bello ni atlético ni inteligente. Eres todo lo contrario a eso: un espantajo. Tu cabello es una mata multiforme. La frenología de tu cabeza es igual a la del homúnculo de Mary Shelley. No juegas con otros niños, salvo algunos que están por debajo de tu grado de popularidad. Vives en medio de masacres y carroña, y ninguno de tus profesores te dice que estás en un país en guerra, en donde los hombres desaparecen sin dejar ningún rastro y el gobierno nacional (¡viva la muerte!) es cómplice de toda una miscelánea de matanzas en múltiples caseríos. Esa es la segunda mentira que te encoñaron: el amor por una patria asesina y el respeto hacia un escudo y una bandera que jamás le han quitado el hambre a nadie, ni han solucionado los problemas de nadie, y que se utilizan para ennoblecer las ceremonias políticas o militares de la clase pérfida y desalmada que controla tu terruño. Entonces encascas nuevamente el cilindro y pones la boca del arma justo sobre tu pecho. No puede ser de otro modo ni en otras circunstancias ni en un lugar distinto. La libertad que buscabas te alejó de los hombres y te llevó a esa habitación cubierta de libros. La libertad que buscaste en cada sitio del país en donde viviste te convirtió en un ser solitario y en un autista genial. Perseguías la emancipación de tu alma y su desenjalme se presentó ante ti en forma de dolor y pena, y de aislamiento y locura. Jamás comprendiste que el encierro y el alejamiento que te empezó a rodear era precisamente la manumisión que tanto anhelabas y que ahora sólo te sirve para pegarte un tiro en el corazón o, eventualmente, masturbarte dos y tres veces al día. Tu lujuria también se convirtió en una enfermedad irreparable. Nunca te dijeron que el hecho de que Dios haya creado a Eva de 14años y medio (es decir, de unos 45 kilos, según aquel teatrero cincuentón del que te has vuelto amigo) y en perfectas condiciones para que Adán le midiera el aceite es una hazaña completamente verídica, y que el resto de los hombres también tenemos la bendición de nuestro señor para medirle el aceite a todas las niñas sin ningún remordimiento, bajo el condicionante de que se haga con amor. Esta es la tercera mentira. A ti te enseñaron que el sexo era ilícito antes de adquirir la contraseña ciudadana y más aun si se practica con la novia del colegio. El sexo te fue revelado como un ultraje y como una dilapidación, y probablemente es por eso que terminaste encontrándolo en las calles más sórdidas del centro de una ciudad de pobres corazones, con prostitutas viejas y ultrajadas. Escogiste un camino que nadie nunca había recorrido antes y ahora, aun cuando desde hace mucho tiempo has aceptado tu soledad, existen días como hoy, en que lo que más quisieras es que una mujer te tome en sus brazos dulcemente y te diga que todo va a estar bien.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Normas de comportamiento para una velada metafísica I


Tomas el arma y la llevas a tu boca. Tu mente se dispara como un proyectil inocuo que golpea la cubierta de un chaleco antibalas. Alejas la falange del gatillo; tus dedos tiemblan. Tu cerebro continúa descargando miedo en tus venas y en casi todos los centros nerviosos de tu cuerpo. Sabes que no quieres morir, pero la angustia que sientes ha reducido tu escaso apego por la vida hasta más o menos el diámetro de una pulga que chupa el pellejo de una rata hambrienta. Te asaltan las dudas. No te decides a hacerlo; no por cobardía, ni siquiera porque hayas perdido la confianza en el disparo de un revólver que te liberará del dolor, sino todo lo contrario: porque eres consciente de que podrías hacer fuego, y que cuando la detonación alerte a los 14 inquilinos de la casa misérrima en que vives, todo habrá terminado. Por tanto, no habrá vuelta atrás. Por lo tanto, tendrás que pensarlo muy bien antes de jalar el gatillo para permitir que la dueña de aquel tugurio observe en carne viva tu hipotálamo y tu materia gris y tu cerebelo desparramado por su piso mugriento de baldosín. Otra sería tu situación si todo aquello constituyera apenas un juego grounge para llamar la atención, pero no es un juego, ni es divertido. Tu tristeza es real y tu familia está demasiado lejos para querer llamar su estúpido miramiento. Hace unos años llegaste a creer que tus libros eran la salvación. Lo son, aunque muchas veces les hayas recriminado cada uno de tus tormentos y tus agonías. Sin embargo, los libros no contienen fórmulas para vivir mejor, ni tampoco te enseñan lo que debes querer y lo que debes rechazar. Para eso sirven los discursos del pastor de esa iglesia a donde asiste tu casera y casi todas las viejas decrépitas que viven a la redonda. Sus reglas y mandamientos son incuestionables, pero la vida, te dices, es demasiado basta y desmesurada para comprenderla dado el funcionamiento de un código de leyes. Tú prefieres vivir a la enemiga, como si caminaras a ciegas por una carretera infinita que no lleva a ninguna parte y que hoy, precisamente, ha hecho escala en la habitación en donde te encuentras, a sólo unos segundos de descerrajarte una bala en la cabeza. Al menos, piensas, podría ser más fácil si tuvieras un maestro que te enseñara hacia dónde debes caminar, o por lo menos te mostrara la forma en que debes descubrir las pistas que los hombres tienen que seguir para atinar a encontrar algo en su vida. Pero ese es tu problema: no tienes maestro y tampoco estás seguro de lo que debes encontrar. Ninguno de los profesores de tu facultad es un verdadero dómine. Ninguno de ellos te podría dar un consejo ni sabría responder a tus dudas. Si asaltaras a alguno en un pasillo de tu bloque académico y le preguntaras, por ejemplo: «Maestro, ¿Cuánta verdad hay en vivir?», el ilustre tutor te miraría con cara de lástima y posiblemente dibujaría una sonrisa socarrona en su cara. En realidad, ellos piensan que la felicidad consiste en no hacerse ese tipo de preguntas; su vida es demasiado cómoda y su nivel intelectual exageradamente reducido. Además, ninguno quiere ser guía de nadie, mucho menos de un adolescente onanista que franquea con relativa facilidad la línea que divide a la estrechez económica de la indigencia. Tú estás solo, en una habitación de 3 metros X 4, con un arma sarrosa alicatada entre tus dientes delanteros. Y dentro de unos segundos morirás.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

La rosa de Paracelso (Jorge Luis Borges)


En su taller que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lampara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.

El maestro fue el primero que habló:

- Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente – dijo no sin cierta pompa. No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?

- Mi nombre es lo de menos -replicó el otro -. Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.

Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lampara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.

Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:

- Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo.

- El oro no me importa- respondió el otro.

- Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer el camino que conduce a la Piedra.

Paracelso dijo con lentitud:

- El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.

El otro miró con recelo. Dijo con voz distinta:

- Pero.. ¿hay una meta?

Paracelso se rió.

- Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos dicen que no, y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que “hay” un Camino.

Hubo un silencio, y dijo el otro:

- Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la Tierra Prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino.

- ¿Cuándo?- preguntó con inquietud Paracelso.

- Ahora mismo - contestó con brusca decisión el discípulo.

Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán. El muchacho elevó en el aire la rosa.

- Es fama -dijo - que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.

- Eres muy crédulo- dijo el maestro-. No he menester de la credulidad; exijo la fe.

El otro insistió.

- Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la Rosa.

Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.

- Eres crédulo - dijo-. ¿Dices que soy capaz de destruirla?

- Nadie es incapaz de destruirla - dijo el discípulo.

- Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?

- No estamos en el Paraíso - habló tercamente el muchacho; - aquí, bajo la luna, todo es mortal.

Paracelso se había puesto de pie e inquirió:

- ¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?

- Una rosa puede quemarse- desafió el discípulo.

-Aún queda el fuego en la chimenea. Si arrojamos esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que solo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.

- ¿Una palabra?- dijo con extrañeza el discípulo-. El atanor está apagado y están llenos de polvos los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera?

Paracelso lo miró con tristeza.

- El atanor esta apagado – repitió – y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.

- No me atrevo a preguntar cuáles son - dijo el otro con astucia o con humildad.

- Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Kabalah.

El discípulo dijo con frialdad:

- Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.

Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:

- Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa.

El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:

- Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?

El otro replicó, tembloroso:

- Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.

Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y solo quedó un poco de ceniza.

Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.

Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza:

- Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.

El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.

Se arrodilló, y le dijo:

- He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa.

Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?

Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retomó al salir. Paracelso lo acompaño hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.

Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja.

Y la rosa resurgió. (*)

(*) Fuente: Jorge Luis Borges, "La rosa de Paracelso", en Obras Completas, editorial Emecé, Buenos Aires, pp. 89-92.

lunes, 9 de noviembre de 2009

El bodegón de las cebollas



Me despertaba triste en las mañanas, dentro de un cuarto en penumbras. Mi habitación sólo tenía una ventana, que siempre estaba cubierta por una cobija gruesa de lana. Solía caminar en círculos por los mismos lugares cada vez que sentía que iba a morir (morir de desesperanza y pena, o de dolor y miedo o de todo junto). Medellín nunca me abrió sus puertas y mis únicas posibilidades ondeaban entre la criminalidad y el suicidio. Había dejado la universidad por segunda vez. Faltó muy poco para prodigarme por completo a la indigencia. Pasé por todo tipo de situaciones abyectas, y sobreviví precisamente porque sabía que, si la cosa empeoraba, todavía me podía matar. No tenía nada ni a nadie que me acompañara o me diera un consejo. Mis días transcurrían entre los libros de Henry Miller, el café, mi caja de cigarrillos Starlite y mis diarios, en donde escribía cosas como ¿por qué me pasa esto a mí? hasta que se me entumecía la mano y me ponía a llorar en mi cuarto o en el baño, después de masturbarme. Entonces descubrí que existía un tipo de literatura para desesperados, a la que pertenecen autores que también llevaron una vida a salto de mata en sus países de mierda y a los que nadie nunca les ofreció su conmiseración ni su lástima. Yo leí a Thomas Bernhard de la única forma en que se puede leer a un escritor de su calibre sin envilecer su obra: en medio de la miseria. De aquel tiempo extraje el siguiente capítulo, para que el lector abatido por la amargura sepa que su abandono y su sufrimiento se deben, en parte, al grado de desenjalme de su cerebro (ya que, sin excepción, cuando conseguimos por primera vez la libertad que tanto anhelamos, ésta se nos presenta en forma de dolor), pero también al gravamen de un Estado que odia a los hombres libres y en general a todo individuo que decida no hacer parte de su sistema.

Corrección (fragmento Nº1)

“…dondequiera que hubiera vivido en los últimos años, en Inglaterra o en Austria, en el país inglés, con gran decisión y presencia de ánimo, en el país austríaco, con gran afecto y amor, aunque también con desprecio y aversión igualmente grandes, con esa mezcla de desconfianza y decepción que siempre había sentido, en las fronteras del odio, hacia su patria, fronteras que había traspasado también, con mucha frecuencia, con una inteligencia desusadamente aguda, porque el hecho de que, por una parte amaba a Austria, porque era su país de origen, era tan evidente como el hecho de que la odiaba, porque, durante toda su vida, sólo lo había maltratado, y siempre, cuando necesitaba de ella, lo había rechazado, ella no dejaba que se le acercara un ser como Roithamer, seres, personas, caracteres como Roithamer no tienen en el fondo nada que hacer en un país como en su y mi país natal, en un país así son incapaces de desarrollarse y tienen además, continuamente, conciencia de esa incapacidad para desarrollarse, un país así necesita hombres que no se revelen contra la desvergüenza de un país así, contra la irresponsabilidad de un país así y de un Estado así, de un Estado que, como decía siempre Roithamer, era un peligro público y estaba en total decadencia, en el que no reinaba más que unas condiciones caóticas, si es que no las más caóticas, ese Estado tiene una infinidad de hombres como Roithamer sobre la conciencia, una historia totalmente vil y abyecta, esa perversidad y prostitución permanentes en forma de Estado, como decía siempre Roithamer y, por cierto, sin pasión, con la seguridad, en él innata, de un juicio que no se basaba en más que en la experiencia, y Roithamer nunca había admitido otro valor que el de la experiencia, como decía siempre, cuando se había llegado al límite de la tolerancia, en relación con ese país y con ese Estado, no se podía explicar, decía, con unas palabras casuales, la vileza y la abyección y el peligro público que representaba ese Estado, sin embargo, para un análisis y un trabajo científico sobre ese tema le faltaba tiempo, porque estaba concentrado, decía, en su tema principal, las ciencias naturales y el Cono, y tampoco era él una cabeza, decía, que se agotara en ataques políticos, nunca se había agotado, decía, en ataques políticos o políticogenerales, para eso había otras cabezas, más indicadas, esa nucas y frentes para los ataques políticos, sin embargo, decía, de vez en cuando se había visto obligado a utilizar su capacidad de juicio con respecto a su país de origen y a su Estado de nacionalidad, o sea, con respecto a Austria, ese país, el más incomprendido del mundo, ese país con el mayor grado de dificultad de la historia universal, y se exponía de vez en cuando al riesgo de expresar su opinión sobre Austria y sus austríacos, sobre ese Estado arruinado como ningún otro, sobre ese pueblo arruinado como ningún otro, en el que, además de las deficiencias mentales en él innatas, decía, no quedaba más que hipocresía y, por cierto, hipocresía en todas las fronteras posibles del Estado y de la política nacional, este, en otro tiempo, corazón de Europa no era, según Roithamer, más que un resto de liquidación de la historia intelectual y cultural, una mercancía estatal no vendida, sobre la que el ciudadano no tiene más que una segunda o una tercera o una cuarta o, en cualquier caso, nada más que una última opción, ya que sus primeros años habían hecho comprender a Roithamer, como me habían hecho comprender a mí, la imposibilidad de crecer y desarrollarse en este Estado y este país, cuales quiera que fueran los auspicios, este país y este Estado, así Roithamer, no son nada para el desarrollo de un intelectual, aquí todos los indicios de fortaleza intelectual se convierten en seguida en todos los indicios de debilidad intelectual, aquí todos los esfuerzos por avanzar, prosperar y progresar son inútiles, por todas partes, a donde quiera que se dirigen los ojos o la inteligencia o los esfuerzos, no se ve más que el hundimiento de todos los esfuerzos por avanzar, prosperar y progresar aquí, por desarrollarse, el hombre austríaco, ya en el momento de su nacimiento, es un hombre fracasado y debe comprender claramente, decía, que tendrá que renunciar a sí mismo si se queda en este país y en este Estado, cualesquiera que sean los auspicios, debe decidir si quiere, quedándose ahí, parecer, envejeciendo fatigosamente y sin llegar a nada, perecer en su propio Estado y en su propio país, presenciar con los ojos abiertos, en su propia mente y en su propio cuerpo, ese terrible proceso de extinción, si quiere aceptar un desarrollo descendente durante toda su vida, quedándose en este Estado y en este país, o si quiere irse y marcharse tan pronto como pueda y, mediante ese pronto irse y marcharse, salvarse, salvar su inteligencia, salvar su personalidad y salvar su naturaleza, porque, si no se marcha, así Roithamer, perecerá en este país, y si no es un hombre vil, se convertirá en este país y en este Estado en un hombre vil, y si no es de naturaleza abyecta ni infame, se convertirá en este país y en este Estado en un ser de naturaleza vil y abyecta y en una criatura vil y abyecta, y por eso hace falta, desde el principio mismo, desde los primeros procesos del pensamiento, salvarse de este país y de este Estado y, cuando antes vuelva la espalda a este país y a este Estado un hombre con facultades intelectuales, tanto mejor, un hombre así tiene que decirse que hay que huir, dejar atrás todo lo que es este Estado, lo que constituye este país, irse a cualquier parte, aunque sea el fin del mundo, no quedarse en ningún caso donde nada puede esperar y, si puede, sólo lo más miserable y lo que destruya la inteligencia y lo que vacía la cabeza y lo que obligará continuamente a la mezquindad y la vileza, y que, aquí, todo lo aplasta continuamente, lo denigra y lo niega continuamente, y que aquí, en su país austríaco, estará expuesto siempre a una vil incomprensión y una vil calumnia y, por tanto, a la decadencia y, por tanto, a la muerte y, por tanto, a la aniquilación de su existencia. Si lo vemos con claridad, veremos que para Roithamer no había otra posibilidad que dejar esta su patria, que no merece en absoluto ese título honroso, porque la llamada patria no fue para él en realidad, como para tantos otros salidos de ella, nada más que el castigo más terrible de su existencia, durante toda su vida, por el acto inocente de haber simplemente nacido, alguien como Roithamer siente constantemente que su patria lo castiga por algo que no puede evitar, porque ningún hombre puede evitar su nacimiento, pero Roithamer tuvo que comprender ya muy temprano y, de hecho, en su más temprana infancia, que pasó con sus hermanos en Altemsan, que tenía que irse y, en lo posible, rápidamente y sin rodeos, para no hundirse como, en fin de cuentas, se hundieron sus hermanos…”

Corrección (fragmento Nº 2)

“La felicidad no es obligatoria.”

lunes, 2 de noviembre de 2009

Memorial de agravios II (La promesa de una resistencia)



Se comienza por leer algunos libros; luego nos damos cuenta de que le hemos vendido el alma al diablo. Pero el infierno nunca es tan borrascoso y difuso como el futuro de un universitario triste y confundido. Eso se aprende después de haber sobrevivido a las tragedias más patéticas de nuestra juventud (y que luego se repiten en la vejes, aunque la mayoría de los estudiantes novicios de este plantel crean que su madurez apócrifa los mantendrá exentos de cualquier fiasco) y de haberlo perdido todo a cambio de la poesía y el arte, y de las películas que nos acompañaron en medio de la desesperación y de la vida precaria que decidimos llevar para salvar nuestra alma del paraíso de los exitosos y los ganadores.

Soy un hombre de impulsos. Una vez, en una sala de urgencias de Putumayo en donde mi abuela agonizaba, le dije a un tío con quien habíamos compartido sus cuidados médicos: «Me voy para la casa ¿Nos vemos por la noche?», y al día siguiente estaba en Bogotá, con mi novia de 15 años. Por cinco días no supe nada de mi casa, ni de la abuela, hasta que poco después mi abuela murió y mi novia me dejó por un estudiante de antropología.

Repito: soy un hombre de impulsos. Me gusta la espontaneidad, y si existe algo que no soporto es vivir de acuerdo a los horarios de cumplimiento que destacan al habitante de academias. Por lo general, un hombre que distribuye bien su tiempo en lapsos destinados a distintas actividades será recompensado con la integridad física y mental; tendrá una novia bonita a la que también le gusta dormir sobre los laureles del triunfo y la gloria; con el tiempo sacará en alquiler un buen apartamento, terminará con su novia, se acostará con una mujer distinta cada mes, comprará un Renault Twingo y se hará profesor de planta de su facultad e integrará uno de los mejores y más destacados grupos de investigación.

Esa es la vida de un vencedor. Para el mundo no habrá nunca un mejor ejemplo de lo que significa la palabra plenitud. ¿Pero en dónde quedan los adolecentes incapaces y los bibliófilos que trabajan en la clandestinidad de su cuarto y los que sueñan con convertirse en poetas? ¿En dónde, querido y ocupado leyente, los que saben que las mejores lecciones para la vida no se reciben dentro de un salón de clase sino que se aprenden memorizando los poemas de Pessoa y leyendo las novelas de Thomas Berhart? Todos ellos son el hazmerreír de un profesional. En mi facultad, por ejemplo, abundan los hombres que se ríen de las almas libres. Libertad, para ellos, es un ridículo que no se pueden arriesgar a hacer, y la razón principal de este oprobio es que la mayoría del estudiantado de nuestra Alma Mater (que por lo regular enarbolan promedios magnánimos y conservan una especie de alegría idiota en la cara) busca el respeto de la sociedad, y no su amor ni su comprensión.

Hablo por los hombres que le apuestan a una vida distinta y a una existencia guerrillera. No por mí. Yo no busco el amor de una sociedad que me impide ser libre ni la comprensión de unos compañeros de carrera que señalan como perdedor a todo aquel que busca su felicidad por fuera de la academia, al margen del mismo título profesional que ellos persiguen con ahínco.

-A esos hombres les suele ir bien en la vida-, me decía el maestro Alberto Aguirre mientras describía a la misma clase de alumno insigne a la que me refiero yo en una cafetería del centro de la ciudad. –No. Eso no es lo que quiero decir. Lo que digo es que les va bien a costa de la vida-, dijo después, y me dio una palmada en la espalda.

Entonces era yo un muchacho sin propósitos claros. Todas las personas a mi alrededor me hacían sentir como un fracasado y un enfermo por querer echarme sobre mi camastro durante todo el día a leer los poemas de Sabines. Luego entendí que la poesía no podía ser otra cosa que eso precisamente: una enfermedad exquisita, y que el único deber de un hombre prominente no era el de asistir a la clase de un profesor sin imaginación ni el de cumplir con prontitud la entrega de un trabajo superfluo de reportería periodística, sino el de trabajar cada día por conquistar nuestra propia libertad.

Conozco estudiantes con un índice de inteligencia colosal y que a pesar de eso cometen el error más común entre los universitarios: querer verse como gente grande. Su mayor preocupación consiste en atender con severidad a cada discurso de sus maestros, conseguir un trabajo para ejercitar su sentido de la responsabilidad y aniquilar todo pensamiento que pueda poner en duda su circunspección mental. Lo que ellos no saben es que, en la hora de su muerte en Nueva york, Hannah Harendt decía deberle cada una de sus posturas e ideas políticas a la imaginación excéntrica de los filósofos y los locos y no al pensamiento racional, y continuaba diciendo que la irresponsabilidad era también una tarea intelectual para probarse a sí mismo que a pesar de todos los compromisos asumidos todavía se es libre para hacer lo que se quiere y no lo que se debe.

La irresponsabilidad es otra característica del hombre libre. Y tú, mi eficaz y diligente lector ¿cuántas veces te has decidido por el no-hacer? Te reto a practicarlo sólo las veces que consideres correctas: no asistas a la ejecución de un examen, o entrega una hoja en blanco aunque te sepas todas las respuestas; no te presentes a una clase importante y acuéstate bajo un árbol para leer a Lovecraft aunque luego debas estudiar por tu cuenta; no ofrezcas esas cuatro cuartillas garrapateadas que te pidieron y que escribiste y que a pesar de eso deseas tener la fuerza para no entregar.

También el no-hacer hace parte de tu educación.

Dixi.

martes, 20 de octubre de 2009

el callejón de los esfuerzos inútiles

Existen muchas formas de fracasar en la vida, pero quizá la menos vil y la más dignataria de todas es abriendo una librería en un país donde nadie lee. Entonces el fracaso se hace menos pusilánime que si se llegara a él por la vía del juego, como Dostoievski, o por la senda del alcohol, como Malcolm Lowry, o por el despeñadero de la droga, a lo Borroughst.

Luís Galar decidió abrir una librería en Medellín hace cinco años.

Primer esfuerzo inútil. Galar no sabía que en la ciudad ya no hay lectores, y si los hay son muy pocos, o están agrupados en una sociedad secreta del Valle de Aburrá. Son imperceptibles. Se mueven como felinos por las bibliotecas y los centros de cultura y ya no compran las obras que leen, sino que las sacan prestadas.

El segundo traspié de Galar fue pensar que a los pocos lectores de la ciudad les interesaría el stock de su tienda. A saber: colecciones de Kadaré, diccionarios filosóficos, diarios de Cioran, antologías de Mallarmé, compilaciones de Stefan Zweig y un largo etcétera de mercancía bibliográfica. La mayoría de los leyentes antioqueños buscan el último best-seller de aquellos personajes nacionales que pasaron por la ignominia del secuestro o bien aquellos otros que han triunfado y deciden compartir su sabiduría con el mundo en un ominoso libraco para alcanzar el éxito.

Lo tercero que debió haber advertido nuestro apreciado vendedor es que el libro en Medellín es completamente prescindible. Lo que no es prescindible es la ostentación y la belleza física. La lectura sí, porque ésta no hace a las mujeres más bonitas ni a los hombres más galantes. La lectura no estiliza nada; todo lo contrario: astilla, corroe, herrumbra los cerebros de las personas hasta convertirlos en seres geniales y solitarios.

La librería de Galar abrió sus puertas en abril de 2004 con un rótulo bastante romántico: El callejón de las palabras. Durante este tiempo dicho establecimiento ha tenido que mudarse 5 veces, con la única constante de que cada local por el que pasan es siempre más barato que el anterior. Al principio recibieron el apoyo de algunos amigos del gremio. La librería Palinuro, con Luís Arango en la administración, demostró ser una gran compañera de viaje, aunque al final ningún esfuerzo (ni siquiera uno apiñado entre ambos) pudiera salvar a El callejón de su ineludible naufragio.

Hoy la tienda de Galar está por convertirse en una bagatela. A un mes de la liquidación definitiva del contrato de arrendamiento que pactó con el dueño del inmueble que ocupa, los libros están siendo rematados a precios deleznables, muchos de ellos abaratados al nivel de lo que cuesta una caja de cigarrillos y otros cuantos apilados dentro de una tina de ediciones sin precio.

Cuando le preguntan a Luís Galar lo que hará ahora, él responde en palabras de Bertolt Brecht: -Me está costando una fatiga enorme preparar mi próximo fracaso-.

domingo, 18 de octubre de 2009

Consejos de un discípulo de Chesterton a un fanático de John Reed



¿Qué debe hacer un estudiante de reportería y redacción y aspirante a periodista independiente para no convertirse en Vicky Dávila? Este podría ser el rótulo de una cartilla Affaire (como esas novelas con trama juvenil para adolescentes colombianos que circulan clandestinamente en los medios académicos y que son desdeñadas en forma pública para salvaguardar la respetabilidad intelectual de sus lectores) o de un libelo subrepticio para enseñar a hacer algo o al menos un poco de periodismo sin mácula. Lo que en realidad es apunta más bien a la valoración que el autor de Matadero 5, Kurt Vonnegut, hizo del término transgreción, que deriva del vocablo transgredir, que proviene del latín trans que significa “cruzar al otro lado” y la palabra aggredi que significa “dirigirse a alguien u atacarle”.

Transgredir, según nuestro Autor (la mayúscula es para no insultar su memoria) es uno de los deberes más importantes (en una lista más o menos amplia) de entre todos aquellos preceptos que debería llevar a cabo cualquier ser humano que, en su fuero interior, quiera alterar el status quo de su época abyecta y cambiar el curso de la historia.

Yo no soy tan iluso para creer que puedo cambiar el mundo. De hecho, desconfío de todas las personas (universitarios idealistas, por ejemplo) que creen poder hacerlo. La corrupción es un magma infinito. La violencia es la mejor carta que tenemos para sobrevivir en este país. Los hombres sensatos no intentan cambiar otra cosa que su propia forma de pensar, y en esto se les va la vida. Yo puedo quebrantar pequeñas cosas como la felicidad, que no existe. Como el amor, que es afilado. Como el patriotismo, que es una farsa. O puedo realizar ensayos nupciales para transgredir algo material como el himen de una zagala. Pero mucho más lejos de todo, si se me efectuara a bien propio el cumplimiento de un capricho, lo que haría es sentarme en mi cuarto depauperado de pensión a trepanar el cuerpo entero del programa de periodismo de mi facultad.

De hecho, eso es lo que hice hace cuatro días mientras los miembros más prominentes de mi bloque académico recibían al alcalde de Medellín en el Teatro Camilo Torres para celebrar los logros reporteriles de un periódico en el cual nunca he publicado nada.

Entonces creé mi propio decálogo.

1° Nivel: Estamento del Trashumante.

En donde el aspirante a periodista se da cuenta de la patria miserable que le tocó en suerte.

Bibliografía:

- Mi confesión de Carlos Castaño.
- La insignia roja de Stephen Crane.
- Las fatigas de los mejores de Bertolt Brecht.

2° Nivel: Estamento de la Resignación.

En donde el aspirante a periodista comprende que la podredumbre de su país ruinoso no tiene fin.

Bibliografía:

- El río del tiempo de Fernando Vallejo.

3° Nivel: Estamento de la animadversión.

En donde el aspirante a periodista comienza a espolear su odio contra el mundo.

Bibliografía:

- Yo, Pierre Riviere de Michel Foucault.
- La posibilidad de una isla de Michel Houellebecq.

4° Nivel: Estamento de la Lubricidad.

En donde el aspirante a periodista advierte que lo único que le da un poco de valor a su vida es el sexo.

Bibliografía:

- Once mil vergas de Guillaume Apollinaire.
- Madame Eduarda de George Bataille.
- La novela sentimental de Alain Robbe-Grillet.
- La Venus de las pieles de Leopold Von Sacher-Masoch.
- La serpiente emplumada de D. H. Lawrence.
- Justine del marqués de Sade.
- La vida sexual de Catherine M. de Catherine Millet.

5° Nivel: Estamento de la Indigencia.

En donde el aspirante a periodista aprende a reconocer los residuos sociales de su ciudad.

Bibliografía:

- Peleando a la contra de Charles Bukowsky.

(En este nivel la bibliografía se complementará con cuantiosas salidas de campo por los peores antros del centro de la ciudad)

6° Nivel: Estamento de la Hilaridad.

En donde el aspirante a periodista aprende que la verdadera transgresión se alcanza cuando logramos burlarnos del poder.

Bibliografía:

- El jinete de Bucentauro de Alfredo Iriarte.
- Bestiario tropical (Ídem).
- Lo que la lengua mortal decir no pudo (Ídem).

7° Nivel: Estamento de la Soledad.

En donde el aspirante a periodista será puesto al límite de la locura.

Bibliografía:

- Ciudad de cristal de Paul Auster.
- Berlín Alexandrplatz de Alfred Döblin.
- La nausea de Jean-Paul Sartre.

8° Nivel: Estamento de la flaqueza.

En donde el aspirante a periodista conocerá en carne propia los días largos sin pan.

Bibliografía:

- Hambre de Knut Hamsun.
- Crimen y castigo de Fedor Dostoievsky.

9° Nivel: Estamento del Conocimiento.

En donde la razón del aspirante será sacudida por fuertes cargas de sustancias alucinógenas.

Bibliografía:

- Toda la saga de Las enseñanzas de don Juan, de Castaneda.

10° Nivel: Estamento de la emancipación.

En donde el aspirante escapará de la academia para convertirse en autodidacta.

Bibliografía:

- Los detectives salvajes de Roberto Bolaño.
- Ariel de José Enrique Rodó.

Este es todo mi régimen. Pero antes de continuar con esta espaciosa diatriba debo poner en claro que mi método no sólo sirve para formar periodistas, sino que su eficiencia se extiende por muchas otras disciplinas académicas. La finalidad es la misma. Todos los hombres se deben preparar del mismo modo para afrontar su vida de asco.

Y ahora que todo está claro prosigo con el desarrollo de mi discurso.

Ryszard Kapuscinski escribió alguna vez que “para ejercer el periodismo ante todo hay que ser una buena persona”. Es claro que Kapuscinski nunca leyó a Chesterton, y por eso no sabía que ningún hombre es completamente bueno hasta que no es conciente de cuan canalla puede llegar a ser. Este, mis salaces alumnas, es el peor vicio del gremio periodístico nacional, porque si Claudia Gurisatti (a verbigracia), la presentadora de uno de los bodrios televisivos más vistos en el país, no sabe nada de la naturaleza vesánica que compone a todos los bípedos sin plumas entonces le será parcialmente fácil, por ejemplo, revictimizar a todos los campesinos damnificados por la guerra y satanizar a cada uno de los paramilitares bisoños que se armaron idiotamente a cambio de un sueldo para vivir. O, en un caso distinto, convertirse en juez protectora de la moralidad pública y calificar como aberrante el crimen contra un sacerdote imbécil o la violación de una niña de 14 años (cuando a ninguna mujer se le mide el aceite por la edad, sino por su peso; es decir, de 45 kilos en adelante).

Por eso un aspirante a periodista debe leer a Chesterton.

Sin embargo, la academia odia al lector-parásito que devora libros por el hecho de hacerlo, así que para leer a Gilber K. el estudiante de periodismo se debe esconder en la parte más desértica de su Alma Mater y vigilar muy bien todos los flancos para que nadie que lo conozca le descubra. El periodismo requiere producción, mientras que la lectura de una obra maestra sólo demanda quietud y serenidad. Por eso el adolescente amante de las aventuras del Padre Brown debe tener cuidado, ya que si es amenazado por la presencia de algún cohabitante de su facultad correrá el riesgo de pasar colores magenta por su cutis y de ser señalado como un inútil y un holgazán ante todos sus maestros.

Lo digo yo, que siempre he sido un golfo honorario.

Pero existe otra razón elemental por la cual un periodista debería leer literatura parásita y poesía de calidad: para evitar a toda costa las ediciones paupérrimas de los periódicos. ¿Y por qué no irnos a un caso concreto? ¿Por qué no contarles a mis rijosas alumnas a qué rotativo me refiero yo? Pues está muy claro: al mismo que celebraba hace cuatro días su décimo aniversario en compañía de las máximas eminencias de mi malograda carrera, al mismo que ha destruido las mejores crónicas y reportajes de mis amigos (que son dos o tres) con sus signos de puntuación mal puestos, sus errores de ortografía y su ineptitud léxica, al mismo que se envanece de ser un laboratorio para aprendices y no pasa de ser un cuchitril de reconocimiento escolar y famas pasajeras.

Los periodistas, en general, son malos escritores; mucho peores si se forman en la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia y publican en su periódico oficial. Su primer desacierto es pensar que una buena calificación hace a un buen artículo. Su segundo error es creer que se escribe mejor porque se tiene un promedio conspicuo, y la tercera de sus erratas es pretender que hombres como Juan José Hoyos pueden llegar a ser sus preceptores incondicionales.

I’m sorry, my dears. Hoyos no pasará nunca de ser un escritor menor. O sea, un escritor local. O sea, un escribiente de provincia.

Un buen periodista lee a José Manuel Arango.

Lee a Juan Carlos Onetti.

Lee Osvaldo Lamborguini.

Lee a Dashiell Hamet.

Un buen periodista lee a hombres que conocen el secreto de una escritura de calidad. Es decir, individuos que saben que lo más parecido al oficio de escribir es hacerse la paja y que la mejor forma de empezar a hacerlo es practicando en soledad.

Ese es el motivo por el cual los aprendices de periodismo sólo escriben bazofias. Ellos se masturban en grupo. Son camaradas orgiásticos. Demasiada concordia profesional, diría yo. De forma que lo único que me llena de esperanza es aquel estudiante onanista que logra aislarse en un rincón de su salón (en donde lo constriñen a estar informado de la actualidad escatológica de su país) para garrapatear un cuento o un poema, pues él ya ha dado su primer paso hacia el tabernáculo de los genios periodísticos.

Otra regla inquebrantable de la buena prensa es aprender a mentir. Si me ponen a escoger entre una buena mentira y una verdad a medias yo elegiría la primera opción, por voto de honestidad. Allende a esto, es casi un deber moral admitir que mi carrera ha tenido mucho que ver en esta clara tendencia a la fábula reporteril. La mitad + la mitad de una mitad de todos los trabajos que he entregado a lo largo del cuerpo entero de mi preparación académica han sido inventados por su servidor, ya que prefiero contar con un poco de imaginación las verdades más despreciables de esta nación -de manera que la ciudadanía subnormal colombiana tome consciencia de su mierdero- a desplegar informes amañados a cualquier tipo de interés particular.

Algún aspirante a presentador de noticias de mi facultad se preguntará por la ética empresarial, por una imagen íntegra, por la investigación y el deseo de cambiar el mundo.

Eso está bien, digo yo. Serás tan profesional como Vicky Dávila.

miércoles, 7 de octubre de 2009

EL NIÑO PROLETARIO (Osvaldo Lamborghini)

Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria. Me congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar proletario.

El padre borracho y siempre al borde de la desocupación, le pega a su niño con una cadena de pegar, y cuando le habla es sólo para inculcarle ideas asesinas. Desde niño el niño proletario trabaja, saltando de tranvía en tranvía para vender sus periódicos. En la escuela, que nunca termina, es diariamente humillado por sus compañeros ricos. En su hogar, ese antro repulsivo, asiste a la prostitución de su madre, que se deja trincar por los comerciantes del barrio para conservar el fiado.

En mi escuela teníamos a uno, a un niño proletario.Stroppani era su nombre, pero la maestra de inferior se lo había cambiado por el de ¡Estropeado! A rodillazos llevaba a la Dirección a ¡Estropeado! cada vez que, filtrado por el hambre, ¡Estropeado! no acertaba a entender sus explicaciones. Nosotros nos divertíamos en grande.

Evidentemente, la sociedad burguesa, se complace en torturar al nino proletario, esa baba, esa larva criada en medio de la idiotez y del terror.Con el correr de los años el niño proletario se convierte en hombre proletario y vale menos que una cosa. Contrae sífilis y, enseguida que la contrae, siente el irresistible impulso de casarse para perpetuar la enfermedad a través de las generaciones. Como la única herencia que puede dejar es la de sus chancros jamás se abstiene de dejarla. Hace cuantas veces puede la bestia de dos espaldas con su esposa ilícita, y así, gracias a una alquimia que aún no puedo llegar a entender (o que tal vez nunca llegaré a entender), su semen se convierte en venéreos niños proletarios. De esa manera se cierra el círculo, exasperadamente se completa.
¡Estropeado!, con su pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo y los periódicos bajo el brazo, venía sin vernos caminando hacia nosotros, tres niños burgueses: Esteban, Gustavo, yo.

La execración de los obreros también nosotros la llevamos en la sangre.

Gustavo adelantó la rueda de su bicicleta azul y así ocupó toda la vereda. ¡Estropeado! hubo de parar y nos miró con ojos azorados, inquiriendo con la mirada a qué nueva humillación debía someterse. Nosotros tampoco lo sabíamos aún pero empezamos por incendiarle los periódicos y arrancarle las monedas ganadas del fondo destrozado de sus bolsillos. ¡Estropeado! nos miraba inquiriendo con la cara blanca de terror. ¡oh! por ese color blanco de terror en las caras odiadas, en las fachas obreras más odiadas, por verlo aparecer sin desaparición nosotros hubiéramos donado nuestros palacios multicolores, la atmósfera que nos envolvía de dorado color. A empujones y patadas zambullimos a ¡Estropeado! en el fondo de una zanja de agua escasa. Chapoteaba de bruces ahí, con la cara manchada de barro, y. Nuestro delirio iba en aumento. La cara de Gustavo aparecía contraída por un espasmo de agónico placer. Esteban alcanzó un pedazo cortante de vidrio triangular. Los tres nos zambullimos en la zanja. Gustavo, con el brazo que le terminaba en un vidrio triangular en alto, se aproximó a ¡Estropeado!, y lo miró. Yo me aferraba a mis testículos por miedo a mi propio placer, temeroso de mi propio ululante, agónico placer. Gustavo le tajeó la cara al niño proletario de arriba hacia abajo y después ahondó lateralmente los labios de la herida. Esteban y yo ululábamos. Gustavo se sostenía el brazo del vidrio con la otra mano para aumentar la fuerza de la incisión.

¡No desfallecer, Gustavo, no desfallecer!

Nosotros quisiéramos morir así, cuando el goce y la venganza se penetran y llegan a su culminación.

Porque el goce llama al goce, llama a la venganza, llama a la culminación.
Porque Gustavo parecía, al sol, exhibir una espada espejeante con destellos que también a nosotros venían a herirnos en los ojos y en los órganos del goce. Porque el goce ya estaba decretado ahí, por decreto, en ese pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo gris, mugriento y desflecado.

Esteban se lo arrancó y quedaron al aire las nalgas sin calzoncillos, amargamente desnutridas del niño proletario. El goce estaba ahí, ya decretado, y Esteban, Esteban de un solo manotazo, arrancó el sucio tirador. Pero fue Gustavo quien se le echó encima primero, el primero que arremetió contra el cuerpiño de ¡Estropeado!, Gustavo, quien nos lideraría luego en la edad madura, todos estos años de fracasada, estropeada pasión: él primero, clavó primero el vidrio triangular donde empezaba la raya del trasero de ¡Estropeado! y prolongó el tajo natural. Salió la sangre esparcida hacia arriba y hacia abajo, iluminada por el sol, y el agujero del ano quedó húmedo sin esfuerzo como para facilitar el acto que preparábamos. Y fue Gustavo, Gustavo el que lo traspasó primero con su falo, enorme para su edad, demasiado filoso para el amor.

Esteban y yo nos conteníamos ásperamente, con las gargantas bloqueadas por un silencio de ansiedad, desesperación. Esteban y yo. Con los falos enardecidos en las manos esperábamos y esperábamos, mientras Gustavo daba brincos que taladraban a ¡Estropeado! y ¡Estropeado! no podía gritar, ni siquiera gritar, porque su boca era firmernente hundida en el barro por la mano fuerte militari de Gustavo.
A Esteban se le contrajo el estómago a raíz de la ansiedad y luego de la arcada desalojó algo del estómago, algo que cayó a mis pies. Era un espléndido conjunto de objetos brillantes, ricamente ornamentados, espejeantes al sol. Me agaché, lo incorporé a mi estómago, y Esteban entendió mi hermanación. Se arrojó a mis brazos y yo me bajé los pantalones. Por el ano desocupé. Desalojé una masa luminosa que enceguecía con el sol. Esteban la comió y a sus brazos hermanados me arrojé.

Mientras tanto ¡Estropeado! se ahogaba en el barro, con su ano opaco rasgado por el falo de Gustavo, quien por fin tuvo su goce con un alarido. La inocencia del justiciero placer. Esteban y yo nos precipitamos sobre el inmundo cuerpo abandonado. Esteban le enterró el falo, recóndito, fecal, y yo le horadé un pie con un punzón a través de la suela de soga de alpargata. Pero no me contentaba tristemente con eso. Le corté uno a uno los dedos mugrientos de los pies, malolientes de los pies, que ya de nada irían a servirle. Nunca más correteos, correteos y saltos de tranvía en tranvía, tranvías amarillos.
Promediaba mi turno pero yo no quería penetrarlo por el ano.

-Yo quiero succión -crují.

Esteban se afanaba en los últimos jadeos. Yo esperaba que Esteban terminara, que la cara de ¡Estropeado! se desuniera del barro para que ¡Estropeado! me lamiera el falo, pero debía entretener la espera, armarme en la tardanza. Entonces todas las cosas que le hice, en la tarde de sol menguante, azul, con el punzón. Le abrí un canal de doble labio en la pierna izquierda hasta que el hueso despreciable y atorrante quedó al desnudo. Era un hueso blanco como todos los demás, pero sus huesos no eran huesos semejantes. Le rebané la mano y vi otro hueso, crispados los nódulosfalanges aferrados, clavados en el barro, mientras Esteban agonizaba a punto de gozar. Con mi corbata roja hice un ensayo en el coello del niño proletario. Cuatro tirones rápidos, dolorosos, sin todavía el prístino argénteo fin de muerte. Todavía escabullirse literalmente en la tardanza.

Gustavo pedía a gritos por su parte un fino pañuelo de batista. Quería limpiarse la arremolinada materia fecal conque ¡Estropeado! le ensuciara la punta rósea hiriente de su falo. Parece que ¡Estropeado! se cagó. Era enorme y agresivo entre paréntesis el falo de Gustavo. Con entera independencia y solo se movía, así, y así, cabezadas y embestidas. Tensaba para colmo los labios delgados de su boca como si ya mismo y sin tardanza fuera a aullar. Y el sol se ponía, el sol que se ponía, ponía. Nos iluminaban los últimos rayos en la rompiente tarde azul. Cada cosa que se rompe y adentro que se rompe y afuera que se rompe, adentro y afuera, adentro y afuera, entra y sale que se rompe, lívido Gustavo miraba el sol que se moría y reclamaba aquel pañuelo de batista, bordado y maternal. Yo le di para calmarlo mi pañuelo de batista donde el rostro de mi madre augusta estaba bordado, rodeado por una esplendente aureola como de fingidos rayos, en tanto que tantas veces sequé mis lágrimas en ese mismo pañuelo, y sobre él volqué, años después, mi primera y trémula eyaculación.

Porque la venganza llama al goce y el goce a la venganza pero no en cualquier vagina y es preferible que en ninguna. Con mi pañuelo de batista en la mano Gustavo se limpió su punta agresiva y así me lo devolvió rojo sangre y marrón. Mi lengua lo limpió en un segundo, hasta devolverle al paño la cara augusta, el retrato con un collar de perlas en el cuello, eh. Con un collar en el cuello. Justo ahí.

Descansaba Esteban mirando el aire después de gozar y era mi turno. Yo me acerqué a la forma de ¡Estropeado! medio sepultada en el barro y la di vuelta con el pie. En la cara brillaba el tajo obra del vidrio triangular. El ombligo de raquítico lucía lívido azulado. Tenía los brazos y las piernas encogidos, como si ahora y todavía, después de la derrota, intentara protegerse del asalto. Reflejo que no pudo tener en su momento condenado por la clase. Con el punzón le alargué el ombligo de otro tajo. Manó la sangre entre los dedos de sus manos. En el estilo más feroz el punzón le vació los ojos con dos y sólo dos golpes exactos. Me felicitó Gustavo y Esteban abandonó el gesto de contemplar el vidrio esférico del sol para felicitar. Me agaché. Conecté el falo a la boca respirante de ¡Estropeado! Con los cinco dedos de la mano imité la forma de la fusta. A fustazos le arranqué tiras de la piel de la cara a ¡Estropeado! y le impartí la parca orden:

-Habrás de lamerlo. Succión-

¡Estropeado! se puso a lamerlo. Con escasas fuerzas, como si temiera hacerme daño, aumentándome el placer.

A otra cosa. La verdad nunca una muerte logró afectarme. Los que dije querer y que murieron, y si es que alguna vez lo dije, incluso camaradas, al irse me regalaron un claro sentimiento de liberación. Era un espacio en blanco aquel que se extendía para mi crujir.

Era un espacio en blanco.

Era un espacio en blanco.

Era un espacio en blanco.

Pero también vendrá por mí. Mi muerte será otro parto solitario del que ni sé siquiera si conservo memoria.

Desde la torre fría y de vidrio. Desde donde he contemplado después el trabajo de los jornaleros tendiendo las vías del nuevo ferrocarril. Desde la torre erigida como si yo alguna vez pudiera estar erecto. Los cuerpos se aplanaban con paciencia sobre las labores de encargo. La muerte plana, aplanada, que me dejaba vacío y crispado. Yo soy aquel que ayer nomás decía y eso es lo que digo. La exasperación no me abandonó nunca y mi estilo lo confirma letra por letra.

Desde este ángulo de agonía la muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente lógico y natural. Es un hecho perfecto.

Los despojos de ¡Estropeado! ya no daban para más. Mi mano los palpaba mientras él me lamía el falo. Con los ojos entrecerrados y a punto de gozar yo comprobaba, con una sola recorrida de mi mano, que todo estaba herido ya con exhaustiva precisión. Se ocultaba el sol, le negaba sus rayos a todo un hemisferio y la tarde moría. Descargué mi puño martillo sobre la cabeza achatada de animal de ¡Estropeado!: él me lamía el falo. Impacientes Gustavo y Esteban querían que aquello culminara para de una buena vez por todas: Ejecutar el acto. Empuñé mechones del pelo de ¡Estropeado! y le sacudí la cabeza para acelerar el goce. No podía salir de ahí para entrar al otro acto. Le metí en la boca el punzón para sentir el frío del metal junto a la punta del falo. Hasta que de puro estremecimiento pude gozar. Entonces dejé que se posara sobre el barro la cabeza achatada de animal.

-Ahora hay que ahorcarlo rápido -dijo Gustavo.

-Con un alambre -dijo Esteban en la calle de tierra donde empieza el barrio precario de los desocupados.

-Y adiós Stroppani ¡vamos! -dije yo.

Remontamos el cuerpo flojo del niño proletario hasta el lugar indicado. Nos proveímos de un alambre. Gustavo lo ahorcó bajo la luna, joyesca, tirando de los extremos del alambre. La lengua quedó colgante de la boca como en todo caso de estrangulación.

[De "Sebregondi retrocede", publicado en 1973 © herederos de Osvaldo Lamborghini]

lunes, 5 de octubre de 2009

Poema chino

El aroma de las flores del cerezo
que el viento trae a mi habitación
convierte mi ventana rota
en una fuente de gozo.

viernes, 25 de septiembre de 2009

polifonía de un extraño personaje


En la tarde del domingo 20 de septiembre del año que corre, con el segundo volumen de una edición en castellano de La guerra y la paz bajo el brazo, un joven aprendiz de escritor caviló durante algunos instantes frente a una mesa atestada de libros.

-Un hombre que se inclina por buscar su propia verdad es, por antonomasia, un hombre solo-, se dijo.

Y sonrió.

Recordar ese tipo de ideas siempre fue una tarea difícil, pero ya no lo era tanto. Dentro su armario, en una mustia caja de cartón, guardaba centenares de diarios que le permitían retroceder un número estimable de años, desplazarse sobre el tiempo como en una pista de patinaje y verse a sí mismo una década atrás, cuando era más joven y tenía sueños que incluían un grado más alto de esperanza y arrojo. Entonces, echarse en decúbito supino sobre el catre de su cuarto con un cigarrillo encendido entre los dedos para leer innumerables notas escritas por él mismo era una actividad constante. Su propósito explícito era no olvidar. No obstante, este ejercicio nemotécnico, tan elemental y privado como una masturbación, no era infalible a los problemas de la vida diaria, y entonces su tarea más ardua consistía en mantener sus ideas a flote como un faro luminoso en medio de un mar de circunstancias triviales, aunque molestas. Durante todo su crecimiento (físico, mental, emocional) en su vida sobrevino cualquier cantidad de situaciones para evitar que leyera libros e hiciera las veces de parásito inútil frente a su familia. Tenía poco dinero. Apenas lo suficiente para comprar otra novela en la bagatela más próxima. Los cubículos de los sellos editoriales eran una amenaza y una tentación. Pero más allá, entre las colecciones de Acantilado y Norma y el Fondo de Cultura Económica, se aposentaban librerías para estudiantes pobres como él, en las que trabajaban ancianos calvos y distinguidos con quienes podría sostener una charla sencilla mientras incurría en el respectivo escrutinio de sus tomos y ejemplares.

Por un momento, la sensación de encontrarse en medio de una multitud caló lo suficiente para formar un efecto parecido a la aflicción o el desconsuelo. Parejas que caminaban tomadas de la mano y hordas de adolescentes pletóricos se desplazaban a su alrededor como una nube de moscas. Entonces se dijo: «Un hombre que se inclina por buscar su propia verdad es, por antonomasia, un hombre solo», e inmediatamente el alivio de una respuesta ingeniosa desatascó el nudo que se hacía en su garganta. Logró pensar claramente en lo que haría. Enfiló por una callejuela que se formaba a su izquierda y se detuvo frente a “El Callejón de la Palabras”, según refería el rótulo de la tienda. Comenzó a inspeccionar los libros con un cuidado quirúrgico que tal vez no merecían, pensó. «No todos, al menos». En cuestión, los títulos pertenecían a su lista de textos juveniles, en una época en que la luz del sol acostumbraba tomarle por sorpresa en su cuarto después de una noche de lectura casi maniaca. Con su dedo índice continuó observando los lomos deslustrados de los ejemplares. Quiso pensar en un registro de libros necesarios que encabezaría, antes que nada, toda la obra de George Perec, luego el 1984 de Orwell, después las Hojas de hierva de Walt Whitman y tras eso el Ariel de José Enrique Rodó.

Entonces sintió la presencia de alguien.

Al volver la cara tardó un poco en reconocer el rostro del hombre. Al principió creyó que era una jeta demasiado común, incluso familiar. Su aspecto daba la impresión de haberle conocido antes, como si en el pasado hubiese visto una fotografía semejante a la figura del individuo en cuestión. Pero luego acertó en recordarle.

-Don Ricardo…-dijo el aprendiz.

Su nombre era Ricardo Cano Gaviria y era el autor de uno de los libros más hermosos que se habían escrito acerca de la muerte del filósofo alemán, Walter Benjamín.

-¿Si? –inquirió el maestro.

Quería decirle todo lo que pensaba acerca de su obra. Quería hablarle de los problemas con que tropezaba diariamente y de la locura y del peligro que abrigaba el oficio de escribir diariamente sobre una mesa desvencijada y de la desesperación que sentía cuando debía hablar de su futuro profesional y de los planes que se supone debía tener para su vida después de la universidad y de los proyectos y de su falta de voluntad…

-Yo… leí su libro.

En la cara del escritor se dibujó una sonrisa de clemencia.

-…que bueno –respondió antes de girarse.

Ni un alivio, ni una palabra de ánimo, ni un lenitivo para el dolor.

-Así muere un sueño-, pensó el aprendiz.

Luego, el secreto mejor guardado de la literatura colombiana se alejó y se perdió en la multitud. Aram se quedó mirándolo hasta que su espalda desapareció del todo y un leve rubor le coloreó la frente y los pómulos. Observó la hora en su reloj. «Al diablo con Cano Gaviria», pensó. «Que coma mucha mierda». Y empezó a caminar en dirección al auditorio del festival en donde –lo acababa de recordar- tendría lugar un simposio acerca de los opúsculos y las monografías que los colombianos deberían leer para entender a su patria. Pocos minutos después escucharía a joe Broderick decir con honestidad y vehemencia: «Este país es inentendible», y un poco más adelante: «lo único cierto es que el año entrante va a ser peor». Entonces sonrió por segunda vez en aquel día. Le gustaron aquellas frases. Le hicieron reír de la misma forma en que lo hacía cuando escuchaba los discursos descollantes de Cristóbal Peláez, el director de uno de los mejores grupos de teatro de la ciudad.

Pensó en un índice de cosas necesarias que cualquier hombre debería hacer antes de morir.

1º Escuchar a Cristóbal Peláez.
2º Escuchar a Joe Broderick.
3º Leer a Fernando Gonzales.
4º Aprender a bailar.
5º Memorizar un poema de Cesar Vallejo.
6º Tomar clases de cocina.
7º…
8º…

Al salir del auditorio vio que entre el público que vaciaba la sala se encontraba Cano Gaviria conversando con una adolescente; quizá una universitaria. A la sazón de dicha imagen vislumbró una idea que jamás había pensado antes, aun cuando resultaba demasiado lógica en aquel momento: a la mayoría de los escritores no los motiva ni el dolor ni la desesperación para crear una obra maestra, sino la posibilidad de que una mujer bonita los lea y se enamore de ellos.

Esa noche tomó nota de aquello en su diario.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Los guías del desfiladero



Para Elías Canetti la patria era una biblioteca abigarrada en la que él pudiera descansar de la presencia molesta de los hombres. Para Bertolt Brecht la patria era cualquier lugar porque en cualquier parte se puede uno morir de hambre. Para un amigo mío que no es escritor la patria es la vagina de la mamá. Yo me adscribo a la definición de Jesús Zárate Moreno: la patria es no estar solo, y como la soledad es que nadie me lea, por eso decidí abrir este mísero blog.

Y porque para escribir bien se necesitan agallas.

Más aun cuando se decide escribir para un público de universitarios suicidas y deprimidos.

Pero ahora voy a ir al grano.

En el mundo existen dos tipos de hombre: los ganadores como Álvaro Uribe Vélez y los perdedores, que son todos aquellos que nunca lograron ser los Nº 1 en nada. Yo pertenezco al gremio de los que hicieron del fracaso su pasatiempo y luego su vicio. Cada fiasco es un peldaño más en nuestro descenso hacia el infierno. Allá nos esperan los grandes perdularios de la historia: Melville (escribiendo sobre una mesa de fuego), Proust (enjuagándose las manos en un río de lava) y Lwory (emborrachándose con el vino de la casa y eructando vapores de azufre por la boca). Todos ellos fallaron en repetidas ocasiones durante su corta estancia dentro del mapa histórico de nuestra última era. Sus vidas estuvieron condenadas a toda clase de pestes purulentas y plagas insólitas: el amor los hizo pedazos, la libertad los alejó de los hombres. Finalmente, y sólo tras pasar como simples outsiders de la pléyade contemporánea de sus respectivas épocas y de haberse convertido cada uno en un festín para larvas y gusanos, ganaron el título de maestros y guías en la enfilada ruta del autodidacta.

Se preguntará entonces el zagal taciturno (al término de una masturbación rutinaria tras la lectura de un nuevo capítulo de Las edades de lulú) el por qué de esta palmaria injusticia. La respuesta es simple: los tres, Melville & Compañía, se inclinaron por buscar su propia verdad, y no existe nada más claro que las consecuencias de una búsqueda a ciegas por un desfiladero de desesperación y pequeñas alegrías, de vehemencia y delirante lucidez, como sólo pueden ser las exploraciones por la selva oscura y encizañada de la vida (que es exclusivamente eso: una manigua impenetrable). Y ya que el mundo acostumbra ver a los hombres que intentan horadar en su secreto como pobres bastardos, a estos tres mártires de la literatura occidental no les quedaba otro camino distinto al de los perdedores irremediables.

Hrabal también fue un bastardo.

Mark Twain fue un perito en corrupción y obscenidad.

Vonnegut es un pobre mentecato.

Y todo se debe a que ninguno de ellos cedió un centímetro del terreno que habrían ganado a fuerza de lecturas insomnes y cuartillas garrapateadas para buscar el sentido de la vida y el destino humano.

Eso es ser un escritor honesto.

Pero hoy día el concepto de escritor ha perdido su mejor atributo. El sacrificio y la penalidad dejaron de ser características gremiales. Ser un novelista colombiano, por ejemplo, significa entrar en la lista de Best-sellers nacional junto a John Pinchao y Óscar Tulio Lizcano, asistir a cócteles con la bazofia política y cultural de este país, adquirir estatus social, ser entrevistado por modelos mamertas que no saben quién fue William Saroyan y estar siempre al servicio de los gustos ramplones del marketing. Por lo tanto, uno se hace la misma pregunta que el autor de Tormenta de mierda en uno de sus últimos ensayos: “¿Entonces qué es la escritura de calidad?”. Y después de meditarlo muy bien terminamos por darnos la misma respuesta que él: “Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura es básicamente un oficio peligroso. Correr por el borde de un precipicio: a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, y los libros, y los amigos, y la comida”.

Insisto: eso es ser un escritor honesto.

¿Y acaso cree el lector amodorrado que para escribir una obra maestra se necesita un título universitario? Esa es la versión de los que analizan la literatura desde un telescopio y se apoltronan en sendos puestos académicos, aguardando la oportunidad en que la editorial de su claustro los convierta al fin en los hombres respetables que siempre soñaron ser (ab aeterno) por obra y gracia de una investigación que hable, a título de ejemplo, de la manera como El proceso de Kafka se relaciona directamente con Crimen y castigo, de Dostoievski. O de la forma como el Frankenstein de Shelley prefigura la industrialización y la miseria del capitalismo. O del modo en que el adolescente inexperimentado debe leer a James Joyce sin caer en gazapos de principiante.

Yo les voy a decir cómo se debe leer a Joyce.

A Joyce se le debe leer en una pensión de mala madre, sobre un colchón manchado con herrumbres de meadas y eyaculaciones de otros inquilinos.

A Joyce se le debe leer en las madrugadas frías de los parques y en las habitaciones de hotel de las prostitutas del centro de Medellín.

A Joyce se le debe leer en los casinos, en los callejones oscuros, en las casas de expendio, en los albergues disolutos y en las cantinas funestas.

Cuando llegué a esta ciudad roñosa todo lo que traía era una maleta en la que guardaba tres camisas y dos pantalones, y mi posesión más preciada era una edición mexicana del Ulises. Entonces no tenía la más mínima certeza de lo que quería hacer con mi vida, pero la literatura me acompañó como una amante fiel durante todos estos años. La razón de mi viaje era estudiar actuación en la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia. Luego la vida me enseñó que uno no elige lo que quiere, sino que las cosas para las que estamos destinados nos encuentran y nos transforman.

Pasaron muchos años y comencé a estudiar periodismo.

Ahora no soy actor.

Ni quiero ser periodista.

Quiero ser escritor.



Post- scriptum: A propósito del incidente presentado el pasado jueves 10 de septiembre, me pronuncio de la siguiente manera: Van Gogh perdió una oreja y pintó la Noche estrellada. Rimbaud perdió su pierna derecha y escribió El barco ebrio. Farinelli perdió sus testículos y cantó como nadie el Lascia ch'io pianga. Esperemos que al pobre e imberbe militante que perdió su mano izquierda en aquel día fatídico le depare un destino no menos glorioso que el de El manco de Lepanto... aunque lo dudo.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Sardanápalo o la inmortalidad de un falso Mesías



Colombia es una república imbécil, pero además de eso es una patria corrupta e infame. Según aquel eunuco argentino que descubrí en la polvorienta biblioteca municipal de mi aldea sórdida (y que no quiero decir quien es, pero tenía una imaginación más poderosa que todo vuestro racionalismo marica junto) ser colombiano sólo era posible mediante un acto de fe. Yo no tengo fe en nada; mucho menos en mi país. Para tener fe en algo primero se debe amar lo que uno quiere, y mi único anhelo, fuera de una sonrisa vertical y unos senos desnudos de mujer, es salir volando de esta nación decrépita en el primer despacho de cocaína que salga rumbo a los Estados Unidos.

Claro que para eso me tendría que hacer amigo de un paramilitar poderoso.

O mejor aun, de un político podrido y execrable como los que poblaron la Cámara de Representantes el día en que se aprobó el referendo para la reelección de Sardanápalo.

Ahora parece que el mal de los cerdos quiere cobrar la cabeza de nuestro rey. No es atípico que el mal de un cerdo contagie a otro cerdo; lo extraño es cuando este tipo de infecciones le ocurren a un personaje público en una comarca como la nuestra, en donde todos los días gorgotea la hediondez de una olla podrida aderezada con asesinatos traslapados y corruptela estatal. El pueblo es inocente, por no llamarlo como lo que es: una muchedumbre asnal. El pueblo no sabe, y la mayoría de las veces cree en todos los despropósitos que medios de comunicación cutres y ominosos como RCN disparan desde sus improntas periodísticas. Eso, según el señor Elías Canetti, es la manipulación de un poder sobre la masa. Además, según George Orwell, es una medida de seguridad propia de un Estado totalitario.


Eso, según mi criterio político, es una gonorrea biliosa que ha inoculado a todo el país.

Por eso la mayoría de los ciudadanos colombianos quiere reelegir a Sardanápalo. Por eso algunos mentecatos siguen conmovidos por su afección porcina. Por eso es que el referéndum reeleccionista que pronto estará aprobado en la Corte Constitucional no será otra cosa que una invitación cínica para que la plebe descabece a la democracia.

Sin embargo ¿para qué luchar por una causa que estuvo perdida desde el principio? Todos sabemos que la Constitución colombiana estaba destinada a convertirse en una perra de cabaret. ¿Cómo va a sobrevivir un código de leyes tan hermoso en un país tan atroz? Para nadie es un secreto que el mismo fisco enlodado con el que se aprobó la primera reelección de Sardanápalo será destinado a asegurar su permanencia en el poder, y que nadie diga, por ejemplo, que ignoraba que los congresistas ídem que fueron investigados por la corte suprema de justicia hace poco menos de un año votarían una vez más por su capataz.

No obstante, lo que también sabemos es que no es bueno inmortalizarse en el poder, ya que para personajes como nuestro presidente, que (sobra decir) es un alumno eminente de la crápula dictatorial latinoamericana, existe un silogismo fundamental para manejar a una nación y coronarla con los laureles del primer mundo:

1° Premisa: todos los países subdesarrollados necesitan ensanchar su economía por encima de todo, incluyendo la democracia.

2° Premisa: Colombia es un país subdesarrollado.

3° Premisa: Colombia necesita ensanchar su economía y sacrificar su democracia.

Lo mismo pensó Pinochet en los 17 años en que desangró al país de Neruda y Bolaño. Lo mismo pensó Fujimori cuando concentró toda su sevicia en la caza de Abimael Guzmán. Lo mismo creyó Rafael Leonidas Trujillo, el chivo, mientras violaba a las hijas de sus subalternos en su casa de campo.

Pero como reírse de su propia desgracia es la única medida que puede tomar un hombre desesperado por la idiotez de la bancada política de su terruño, lo bueno de todo este asunto es que ahora podemos incluir a nuestra propia candidata en la lista de las reinas Sudamericanas más déspotas y tiránicas. El presidente Sardanápalo se hará de un lugar prominente en el mismo panteón de la fama por donde pasó la señorita Bolivia, Mariana Melgarejo, quien ganó la corona en 1874 gracias al concurso de talentos en donde demostró que podía tomar cantidades navegables de alcohol junto a Holofernes, su caballo; la señorita Ecuador, Gabriela García Moreno, quien murió a machetazos en la puerta de un burdel a la tierna edad de 54 años no sin antes haber asesinado a su primera hija con leche de burra envenenada; y la señorita Venezuela, Juana Vicenta Gómez, el bagre, quien demostró ser la reencarnación del libertador Simón Bolívar naciendo y muriendo en las mismas fechas del nacimiento y deceso del estadista.

Felicitaciones señor presidente, su legado pasará a la posteridad.

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