viernes, 25 de septiembre de 2009

polifonía de un extraño personaje


En la tarde del domingo 20 de septiembre del año que corre, con el segundo volumen de una edición en castellano de La guerra y la paz bajo el brazo, un joven aprendiz de escritor caviló durante algunos instantes frente a una mesa atestada de libros.

-Un hombre que se inclina por buscar su propia verdad es, por antonomasia, un hombre solo-, se dijo.

Y sonrió.

Recordar ese tipo de ideas siempre fue una tarea difícil, pero ya no lo era tanto. Dentro su armario, en una mustia caja de cartón, guardaba centenares de diarios que le permitían retroceder un número estimable de años, desplazarse sobre el tiempo como en una pista de patinaje y verse a sí mismo una década atrás, cuando era más joven y tenía sueños que incluían un grado más alto de esperanza y arrojo. Entonces, echarse en decúbito supino sobre el catre de su cuarto con un cigarrillo encendido entre los dedos para leer innumerables notas escritas por él mismo era una actividad constante. Su propósito explícito era no olvidar. No obstante, este ejercicio nemotécnico, tan elemental y privado como una masturbación, no era infalible a los problemas de la vida diaria, y entonces su tarea más ardua consistía en mantener sus ideas a flote como un faro luminoso en medio de un mar de circunstancias triviales, aunque molestas. Durante todo su crecimiento (físico, mental, emocional) en su vida sobrevino cualquier cantidad de situaciones para evitar que leyera libros e hiciera las veces de parásito inútil frente a su familia. Tenía poco dinero. Apenas lo suficiente para comprar otra novela en la bagatela más próxima. Los cubículos de los sellos editoriales eran una amenaza y una tentación. Pero más allá, entre las colecciones de Acantilado y Norma y el Fondo de Cultura Económica, se aposentaban librerías para estudiantes pobres como él, en las que trabajaban ancianos calvos y distinguidos con quienes podría sostener una charla sencilla mientras incurría en el respectivo escrutinio de sus tomos y ejemplares.

Por un momento, la sensación de encontrarse en medio de una multitud caló lo suficiente para formar un efecto parecido a la aflicción o el desconsuelo. Parejas que caminaban tomadas de la mano y hordas de adolescentes pletóricos se desplazaban a su alrededor como una nube de moscas. Entonces se dijo: «Un hombre que se inclina por buscar su propia verdad es, por antonomasia, un hombre solo», e inmediatamente el alivio de una respuesta ingeniosa desatascó el nudo que se hacía en su garganta. Logró pensar claramente en lo que haría. Enfiló por una callejuela que se formaba a su izquierda y se detuvo frente a “El Callejón de la Palabras”, según refería el rótulo de la tienda. Comenzó a inspeccionar los libros con un cuidado quirúrgico que tal vez no merecían, pensó. «No todos, al menos». En cuestión, los títulos pertenecían a su lista de textos juveniles, en una época en que la luz del sol acostumbraba tomarle por sorpresa en su cuarto después de una noche de lectura casi maniaca. Con su dedo índice continuó observando los lomos deslustrados de los ejemplares. Quiso pensar en un registro de libros necesarios que encabezaría, antes que nada, toda la obra de George Perec, luego el 1984 de Orwell, después las Hojas de hierva de Walt Whitman y tras eso el Ariel de José Enrique Rodó.

Entonces sintió la presencia de alguien.

Al volver la cara tardó un poco en reconocer el rostro del hombre. Al principió creyó que era una jeta demasiado común, incluso familiar. Su aspecto daba la impresión de haberle conocido antes, como si en el pasado hubiese visto una fotografía semejante a la figura del individuo en cuestión. Pero luego acertó en recordarle.

-Don Ricardo…-dijo el aprendiz.

Su nombre era Ricardo Cano Gaviria y era el autor de uno de los libros más hermosos que se habían escrito acerca de la muerte del filósofo alemán, Walter Benjamín.

-¿Si? –inquirió el maestro.

Quería decirle todo lo que pensaba acerca de su obra. Quería hablarle de los problemas con que tropezaba diariamente y de la locura y del peligro que abrigaba el oficio de escribir diariamente sobre una mesa desvencijada y de la desesperación que sentía cuando debía hablar de su futuro profesional y de los planes que se supone debía tener para su vida después de la universidad y de los proyectos y de su falta de voluntad…

-Yo… leí su libro.

En la cara del escritor se dibujó una sonrisa de clemencia.

-…que bueno –respondió antes de girarse.

Ni un alivio, ni una palabra de ánimo, ni un lenitivo para el dolor.

-Así muere un sueño-, pensó el aprendiz.

Luego, el secreto mejor guardado de la literatura colombiana se alejó y se perdió en la multitud. Aram se quedó mirándolo hasta que su espalda desapareció del todo y un leve rubor le coloreó la frente y los pómulos. Observó la hora en su reloj. «Al diablo con Cano Gaviria», pensó. «Que coma mucha mierda». Y empezó a caminar en dirección al auditorio del festival en donde –lo acababa de recordar- tendría lugar un simposio acerca de los opúsculos y las monografías que los colombianos deberían leer para entender a su patria. Pocos minutos después escucharía a joe Broderick decir con honestidad y vehemencia: «Este país es inentendible», y un poco más adelante: «lo único cierto es que el año entrante va a ser peor». Entonces sonrió por segunda vez en aquel día. Le gustaron aquellas frases. Le hicieron reír de la misma forma en que lo hacía cuando escuchaba los discursos descollantes de Cristóbal Peláez, el director de uno de los mejores grupos de teatro de la ciudad.

Pensó en un índice de cosas necesarias que cualquier hombre debería hacer antes de morir.

1º Escuchar a Cristóbal Peláez.
2º Escuchar a Joe Broderick.
3º Leer a Fernando Gonzales.
4º Aprender a bailar.
5º Memorizar un poema de Cesar Vallejo.
6º Tomar clases de cocina.
7º…
8º…

Al salir del auditorio vio que entre el público que vaciaba la sala se encontraba Cano Gaviria conversando con una adolescente; quizá una universitaria. A la sazón de dicha imagen vislumbró una idea que jamás había pensado antes, aun cuando resultaba demasiado lógica en aquel momento: a la mayoría de los escritores no los motiva ni el dolor ni la desesperación para crear una obra maestra, sino la posibilidad de que una mujer bonita los lea y se enamore de ellos.

Esa noche tomó nota de aquello en su diario.

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