viernes, 28 de enero de 2011

La curación por el espíritu, de Stefan Zweig



En un tiempo en donde la ciencia y la razón lo son todo y en donde además pululan las personas repulsivas en el poder y los que creen o sospechan que algo anda mal se convierten en estiércol social o en comidilla para la desazón, para el fracaso, para la autoflagelación; en un tiempo así no queda otra opción que salvarse por medio del espíritu.

Esa es la tesis de Stefan Zweig en un libro de 450 páginas que escribió para no suicidarse antes de tiempo. ¿Cómo sabe uno cuál es la verdadera hora de nuestra muerte? Cuando ya no se puede hacer otra cosa que matarse. ¿Cómo sabe uno que aun no se puede volver loco? Cuando ya no se puede hacer más que sucumbir al pánico y la desesperación. ¿Y qué viene después?

Rta: el comienzo de algo, de cualquier cosa.

Pero ésta entrada no va discurrir sobre las zonas oscuras del alma humana, más bien se va a limitar a comentar el trabajo de un escritor fundamental, de un judío escarmentado, de un santo.

El libro de Zweig se divide en tres partes. Comienza con la biografía de un alemán a quien le parece que los imanes están cargados de una energía milagrosa que puede llegar a curar. Ése es Mesmer. Luego el mismo alemán descubre que los imanes no sirven para una mierda, sino que el alivio deriva de la sugestión que él mismo logra sobre sus pacientes. ¿Por qué?, se pregunta Mesmer, pero el pobre lunático se muere antes de encontrar una respuesta.

La segunda parte está dirigida a la vida y obra de Mary Baker-Eddy, muy conocida a principios del siglo pasado por ser la fundadora de una de las sectas religiosas más prósperas en todo el mundo: La ciencia cristiana. Mary Baker decía que el mundo real era una ilusión, pero su chocho siempre estuvo lo suficientemente caliente como para meterle dulcemente los dólares que ganó con su doctrina. Todo es una ilusión, decía la madre Mary a sus discípulos, y después se murió y su cuerpo fue enterrado en un ataúd de oro de 87 quilates.

Después Stefan Zweig escribe un opúsculo sobre la figura de Sigmund Freud. Aquí termina el libro y la conclusión es que el hombre no puede reprimir los deseos de su espíritu si es que quiere evitar los estados de histeria nerviosa. ¿Pero entonces qué debe hacer el hombre? Seguir los deseos de su inconsciente. ¿Y cuál es ése inconsciente, en dónde está? Ese es el espíritu de los hombres. No se sabe cómo coño llegó ahí, pero está formado de maldad y bondad al mismo tiempo. Nos puede hacer follar con amor o con perversión, con mística o con la verga henchida de maldad y morbo.

MORBO MORBO MORBO: relamo mis los labios.

Eso somos nosotros. Los dioses están locos.

jueves, 20 de enero de 2011

McOndo, la antología



Si algo hemos aprendido de Alberto Fuguet y de McOndo S.L. es que los escritores post-boom pueden escribir como Jaime Bayly sin sentir vergüenza. Eso no tiene discusión. También comprendimos que los movimientos literarios son sólo un lugar común en el que se encuentran uno o dos escritores sobresalientes y una suma mayor de parroquianos dispuestos a vender el alma por una publicación. Esas son dos cosas. Lo que además de todo pudimos asimilar es que si un aprendiz de escritor quiere llegar a crear una obra maestra debe hacerlo con un estilo totalmente distinto al del mainstream del momento. El ejemplo más claro de esto es el que cimentó la obra de Roberto Bolaño, que vivió al margen de toda su generación mientras Santiago Gamboa perseguía la sombra de la vieja escuela y se iba de putas en parís y se hacía pupilo de Julio Ramón Ribeyro. Eso en el caso colombiano. Por otra parte, el resto de quienes en el 96 apostillaron su nombre a la antología de Fuguet y Sergio Ramirez se encontraron en una encrucijada de perspectivas: el pop, la cocaína, la ciudad, el desencanto, pero jamás lograron encontrar la médula que proponía su propia forma de hacer literatura. Sólo uno: Rodrigo Fresán, que es el caso argentino y que aparece en ésta línea discursiva precisamente para confirmar mi teoría de que las vanguardias son sólo un grupo de polisones que se embarcan en un velero mercante, le venden su culo al mejor postor, y luego zozobran, dejando uno o dos sobrevivientes.

La generación de McOndo hiso un gran trabajo. Les dijo a los nuevos escritores cómo era que no se debía escribir, pero hasta eso está bien si pensamos en la dialéctica histórica. Ahora los que quedamos sabemos que es mejor rehuir todo tipo de colectividad si queremos dar con una sola página que valga la pena. Antes que asociarse en compuestos gremiales se hace necesaria la segregación. Un verdadero escritor no se forma dentro de un velero mercante, que es la forma en que Fuguet decidió establecerse a sí mismo y a su obra, sino que se lanza al mar montado sobre una cáscara de nuez en la que sólo caben él y sus sueños, y una estufa y un colchón. Claro que para un grupo de individuos sin espíritu de renuncia la única manera de sobrevivir en la selva de las editoriales es uniendo sus fuerzas, y es ahí en donde aparece McOndo con su brazo unificador, que de paso le zanjó al mundo el problema de la identidad hispanoamericana con una respuesta clara: los escritores hispanos no tienen identidad, sino que son los hijos huérfanos de una madre que los parió en una alcantarilla de residuos culturales, entre los miasmas de España y Estados Unidos y las deyecciones que el narcotráfico ha esparcido en México y Colombia.

¿Cuántos árboles se talan al día para que se pueda imprimir un tiraje considerablemente alto de libros basura? Una pregunta lanzada al aire. Pensemos en McOndo. Se sabe de marras que los novelistas escriben lo que pueden, lo que está dentro de sus posibilidades. No lo que quieren. Sin embargo, un mal novelista que logra ser publicado es ya un criminal ecológico y un contaminador de cerebros en masa, pues en el sólo hecho de contratar con una editorial se puede entrever el uso indiscriminado de papel para copiar y la amenaza de un número indeterminado de libros que no vale la pena leer en el mercado.

Jaime Bayly escribe como un mariquita demasiado lúcido para prestarle atención a la calidad literaria de sus libros. Fuguet escribe como un mariquita que sí se preocupa por la forma y el contenido de sus libros, pero ninguno ha logrado nada verdaderamente laudable en el oficio de Capote y Henry James…

¿continuará?

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