martes, 20 de octubre de 2009

el callejón de los esfuerzos inútiles

Existen muchas formas de fracasar en la vida, pero quizá la menos vil y la más dignataria de todas es abriendo una librería en un país donde nadie lee. Entonces el fracaso se hace menos pusilánime que si se llegara a él por la vía del juego, como Dostoievski, o por la senda del alcohol, como Malcolm Lowry, o por el despeñadero de la droga, a lo Borroughst.

Luís Galar decidió abrir una librería en Medellín hace cinco años.

Primer esfuerzo inútil. Galar no sabía que en la ciudad ya no hay lectores, y si los hay son muy pocos, o están agrupados en una sociedad secreta del Valle de Aburrá. Son imperceptibles. Se mueven como felinos por las bibliotecas y los centros de cultura y ya no compran las obras que leen, sino que las sacan prestadas.

El segundo traspié de Galar fue pensar que a los pocos lectores de la ciudad les interesaría el stock de su tienda. A saber: colecciones de Kadaré, diccionarios filosóficos, diarios de Cioran, antologías de Mallarmé, compilaciones de Stefan Zweig y un largo etcétera de mercancía bibliográfica. La mayoría de los leyentes antioqueños buscan el último best-seller de aquellos personajes nacionales que pasaron por la ignominia del secuestro o bien aquellos otros que han triunfado y deciden compartir su sabiduría con el mundo en un ominoso libraco para alcanzar el éxito.

Lo tercero que debió haber advertido nuestro apreciado vendedor es que el libro en Medellín es completamente prescindible. Lo que no es prescindible es la ostentación y la belleza física. La lectura sí, porque ésta no hace a las mujeres más bonitas ni a los hombres más galantes. La lectura no estiliza nada; todo lo contrario: astilla, corroe, herrumbra los cerebros de las personas hasta convertirlos en seres geniales y solitarios.

La librería de Galar abrió sus puertas en abril de 2004 con un rótulo bastante romántico: El callejón de las palabras. Durante este tiempo dicho establecimiento ha tenido que mudarse 5 veces, con la única constante de que cada local por el que pasan es siempre más barato que el anterior. Al principio recibieron el apoyo de algunos amigos del gremio. La librería Palinuro, con Luís Arango en la administración, demostró ser una gran compañera de viaje, aunque al final ningún esfuerzo (ni siquiera uno apiñado entre ambos) pudiera salvar a El callejón de su ineludible naufragio.

Hoy la tienda de Galar está por convertirse en una bagatela. A un mes de la liquidación definitiva del contrato de arrendamiento que pactó con el dueño del inmueble que ocupa, los libros están siendo rematados a precios deleznables, muchos de ellos abaratados al nivel de lo que cuesta una caja de cigarrillos y otros cuantos apilados dentro de una tina de ediciones sin precio.

Cuando le preguntan a Luís Galar lo que hará ahora, él responde en palabras de Bertolt Brecht: -Me está costando una fatiga enorme preparar mi próximo fracaso-.

domingo, 18 de octubre de 2009

Consejos de un discípulo de Chesterton a un fanático de John Reed



¿Qué debe hacer un estudiante de reportería y redacción y aspirante a periodista independiente para no convertirse en Vicky Dávila? Este podría ser el rótulo de una cartilla Affaire (como esas novelas con trama juvenil para adolescentes colombianos que circulan clandestinamente en los medios académicos y que son desdeñadas en forma pública para salvaguardar la respetabilidad intelectual de sus lectores) o de un libelo subrepticio para enseñar a hacer algo o al menos un poco de periodismo sin mácula. Lo que en realidad es apunta más bien a la valoración que el autor de Matadero 5, Kurt Vonnegut, hizo del término transgreción, que deriva del vocablo transgredir, que proviene del latín trans que significa “cruzar al otro lado” y la palabra aggredi que significa “dirigirse a alguien u atacarle”.

Transgredir, según nuestro Autor (la mayúscula es para no insultar su memoria) es uno de los deberes más importantes (en una lista más o menos amplia) de entre todos aquellos preceptos que debería llevar a cabo cualquier ser humano que, en su fuero interior, quiera alterar el status quo de su época abyecta y cambiar el curso de la historia.

Yo no soy tan iluso para creer que puedo cambiar el mundo. De hecho, desconfío de todas las personas (universitarios idealistas, por ejemplo) que creen poder hacerlo. La corrupción es un magma infinito. La violencia es la mejor carta que tenemos para sobrevivir en este país. Los hombres sensatos no intentan cambiar otra cosa que su propia forma de pensar, y en esto se les va la vida. Yo puedo quebrantar pequeñas cosas como la felicidad, que no existe. Como el amor, que es afilado. Como el patriotismo, que es una farsa. O puedo realizar ensayos nupciales para transgredir algo material como el himen de una zagala. Pero mucho más lejos de todo, si se me efectuara a bien propio el cumplimiento de un capricho, lo que haría es sentarme en mi cuarto depauperado de pensión a trepanar el cuerpo entero del programa de periodismo de mi facultad.

De hecho, eso es lo que hice hace cuatro días mientras los miembros más prominentes de mi bloque académico recibían al alcalde de Medellín en el Teatro Camilo Torres para celebrar los logros reporteriles de un periódico en el cual nunca he publicado nada.

Entonces creé mi propio decálogo.

1° Nivel: Estamento del Trashumante.

En donde el aspirante a periodista se da cuenta de la patria miserable que le tocó en suerte.

Bibliografía:

- Mi confesión de Carlos Castaño.
- La insignia roja de Stephen Crane.
- Las fatigas de los mejores de Bertolt Brecht.

2° Nivel: Estamento de la Resignación.

En donde el aspirante a periodista comprende que la podredumbre de su país ruinoso no tiene fin.

Bibliografía:

- El río del tiempo de Fernando Vallejo.

3° Nivel: Estamento de la animadversión.

En donde el aspirante a periodista comienza a espolear su odio contra el mundo.

Bibliografía:

- Yo, Pierre Riviere de Michel Foucault.
- La posibilidad de una isla de Michel Houellebecq.

4° Nivel: Estamento de la Lubricidad.

En donde el aspirante a periodista advierte que lo único que le da un poco de valor a su vida es el sexo.

Bibliografía:

- Once mil vergas de Guillaume Apollinaire.
- Madame Eduarda de George Bataille.
- La novela sentimental de Alain Robbe-Grillet.
- La Venus de las pieles de Leopold Von Sacher-Masoch.
- La serpiente emplumada de D. H. Lawrence.
- Justine del marqués de Sade.
- La vida sexual de Catherine M. de Catherine Millet.

5° Nivel: Estamento de la Indigencia.

En donde el aspirante a periodista aprende a reconocer los residuos sociales de su ciudad.

Bibliografía:

- Peleando a la contra de Charles Bukowsky.

(En este nivel la bibliografía se complementará con cuantiosas salidas de campo por los peores antros del centro de la ciudad)

6° Nivel: Estamento de la Hilaridad.

En donde el aspirante a periodista aprende que la verdadera transgresión se alcanza cuando logramos burlarnos del poder.

Bibliografía:

- El jinete de Bucentauro de Alfredo Iriarte.
- Bestiario tropical (Ídem).
- Lo que la lengua mortal decir no pudo (Ídem).

7° Nivel: Estamento de la Soledad.

En donde el aspirante a periodista será puesto al límite de la locura.

Bibliografía:

- Ciudad de cristal de Paul Auster.
- Berlín Alexandrplatz de Alfred Döblin.
- La nausea de Jean-Paul Sartre.

8° Nivel: Estamento de la flaqueza.

En donde el aspirante a periodista conocerá en carne propia los días largos sin pan.

Bibliografía:

- Hambre de Knut Hamsun.
- Crimen y castigo de Fedor Dostoievsky.

9° Nivel: Estamento del Conocimiento.

En donde la razón del aspirante será sacudida por fuertes cargas de sustancias alucinógenas.

Bibliografía:

- Toda la saga de Las enseñanzas de don Juan, de Castaneda.

10° Nivel: Estamento de la emancipación.

En donde el aspirante escapará de la academia para convertirse en autodidacta.

Bibliografía:

- Los detectives salvajes de Roberto Bolaño.
- Ariel de José Enrique Rodó.

Este es todo mi régimen. Pero antes de continuar con esta espaciosa diatriba debo poner en claro que mi método no sólo sirve para formar periodistas, sino que su eficiencia se extiende por muchas otras disciplinas académicas. La finalidad es la misma. Todos los hombres se deben preparar del mismo modo para afrontar su vida de asco.

Y ahora que todo está claro prosigo con el desarrollo de mi discurso.

Ryszard Kapuscinski escribió alguna vez que “para ejercer el periodismo ante todo hay que ser una buena persona”. Es claro que Kapuscinski nunca leyó a Chesterton, y por eso no sabía que ningún hombre es completamente bueno hasta que no es conciente de cuan canalla puede llegar a ser. Este, mis salaces alumnas, es el peor vicio del gremio periodístico nacional, porque si Claudia Gurisatti (a verbigracia), la presentadora de uno de los bodrios televisivos más vistos en el país, no sabe nada de la naturaleza vesánica que compone a todos los bípedos sin plumas entonces le será parcialmente fácil, por ejemplo, revictimizar a todos los campesinos damnificados por la guerra y satanizar a cada uno de los paramilitares bisoños que se armaron idiotamente a cambio de un sueldo para vivir. O, en un caso distinto, convertirse en juez protectora de la moralidad pública y calificar como aberrante el crimen contra un sacerdote imbécil o la violación de una niña de 14 años (cuando a ninguna mujer se le mide el aceite por la edad, sino por su peso; es decir, de 45 kilos en adelante).

Por eso un aspirante a periodista debe leer a Chesterton.

Sin embargo, la academia odia al lector-parásito que devora libros por el hecho de hacerlo, así que para leer a Gilber K. el estudiante de periodismo se debe esconder en la parte más desértica de su Alma Mater y vigilar muy bien todos los flancos para que nadie que lo conozca le descubra. El periodismo requiere producción, mientras que la lectura de una obra maestra sólo demanda quietud y serenidad. Por eso el adolescente amante de las aventuras del Padre Brown debe tener cuidado, ya que si es amenazado por la presencia de algún cohabitante de su facultad correrá el riesgo de pasar colores magenta por su cutis y de ser señalado como un inútil y un holgazán ante todos sus maestros.

Lo digo yo, que siempre he sido un golfo honorario.

Pero existe otra razón elemental por la cual un periodista debería leer literatura parásita y poesía de calidad: para evitar a toda costa las ediciones paupérrimas de los periódicos. ¿Y por qué no irnos a un caso concreto? ¿Por qué no contarles a mis rijosas alumnas a qué rotativo me refiero yo? Pues está muy claro: al mismo que celebraba hace cuatro días su décimo aniversario en compañía de las máximas eminencias de mi malograda carrera, al mismo que ha destruido las mejores crónicas y reportajes de mis amigos (que son dos o tres) con sus signos de puntuación mal puestos, sus errores de ortografía y su ineptitud léxica, al mismo que se envanece de ser un laboratorio para aprendices y no pasa de ser un cuchitril de reconocimiento escolar y famas pasajeras.

Los periodistas, en general, son malos escritores; mucho peores si se forman en la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia y publican en su periódico oficial. Su primer desacierto es pensar que una buena calificación hace a un buen artículo. Su segundo error es creer que se escribe mejor porque se tiene un promedio conspicuo, y la tercera de sus erratas es pretender que hombres como Juan José Hoyos pueden llegar a ser sus preceptores incondicionales.

I’m sorry, my dears. Hoyos no pasará nunca de ser un escritor menor. O sea, un escritor local. O sea, un escribiente de provincia.

Un buen periodista lee a José Manuel Arango.

Lee a Juan Carlos Onetti.

Lee Osvaldo Lamborguini.

Lee a Dashiell Hamet.

Un buen periodista lee a hombres que conocen el secreto de una escritura de calidad. Es decir, individuos que saben que lo más parecido al oficio de escribir es hacerse la paja y que la mejor forma de empezar a hacerlo es practicando en soledad.

Ese es el motivo por el cual los aprendices de periodismo sólo escriben bazofias. Ellos se masturban en grupo. Son camaradas orgiásticos. Demasiada concordia profesional, diría yo. De forma que lo único que me llena de esperanza es aquel estudiante onanista que logra aislarse en un rincón de su salón (en donde lo constriñen a estar informado de la actualidad escatológica de su país) para garrapatear un cuento o un poema, pues él ya ha dado su primer paso hacia el tabernáculo de los genios periodísticos.

Otra regla inquebrantable de la buena prensa es aprender a mentir. Si me ponen a escoger entre una buena mentira y una verdad a medias yo elegiría la primera opción, por voto de honestidad. Allende a esto, es casi un deber moral admitir que mi carrera ha tenido mucho que ver en esta clara tendencia a la fábula reporteril. La mitad + la mitad de una mitad de todos los trabajos que he entregado a lo largo del cuerpo entero de mi preparación académica han sido inventados por su servidor, ya que prefiero contar con un poco de imaginación las verdades más despreciables de esta nación -de manera que la ciudadanía subnormal colombiana tome consciencia de su mierdero- a desplegar informes amañados a cualquier tipo de interés particular.

Algún aspirante a presentador de noticias de mi facultad se preguntará por la ética empresarial, por una imagen íntegra, por la investigación y el deseo de cambiar el mundo.

Eso está bien, digo yo. Serás tan profesional como Vicky Dávila.

miércoles, 7 de octubre de 2009

EL NIÑO PROLETARIO (Osvaldo Lamborghini)

Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria. Me congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar proletario.

El padre borracho y siempre al borde de la desocupación, le pega a su niño con una cadena de pegar, y cuando le habla es sólo para inculcarle ideas asesinas. Desde niño el niño proletario trabaja, saltando de tranvía en tranvía para vender sus periódicos. En la escuela, que nunca termina, es diariamente humillado por sus compañeros ricos. En su hogar, ese antro repulsivo, asiste a la prostitución de su madre, que se deja trincar por los comerciantes del barrio para conservar el fiado.

En mi escuela teníamos a uno, a un niño proletario.Stroppani era su nombre, pero la maestra de inferior se lo había cambiado por el de ¡Estropeado! A rodillazos llevaba a la Dirección a ¡Estropeado! cada vez que, filtrado por el hambre, ¡Estropeado! no acertaba a entender sus explicaciones. Nosotros nos divertíamos en grande.

Evidentemente, la sociedad burguesa, se complace en torturar al nino proletario, esa baba, esa larva criada en medio de la idiotez y del terror.Con el correr de los años el niño proletario se convierte en hombre proletario y vale menos que una cosa. Contrae sífilis y, enseguida que la contrae, siente el irresistible impulso de casarse para perpetuar la enfermedad a través de las generaciones. Como la única herencia que puede dejar es la de sus chancros jamás se abstiene de dejarla. Hace cuantas veces puede la bestia de dos espaldas con su esposa ilícita, y así, gracias a una alquimia que aún no puedo llegar a entender (o que tal vez nunca llegaré a entender), su semen se convierte en venéreos niños proletarios. De esa manera se cierra el círculo, exasperadamente se completa.
¡Estropeado!, con su pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo y los periódicos bajo el brazo, venía sin vernos caminando hacia nosotros, tres niños burgueses: Esteban, Gustavo, yo.

La execración de los obreros también nosotros la llevamos en la sangre.

Gustavo adelantó la rueda de su bicicleta azul y así ocupó toda la vereda. ¡Estropeado! hubo de parar y nos miró con ojos azorados, inquiriendo con la mirada a qué nueva humillación debía someterse. Nosotros tampoco lo sabíamos aún pero empezamos por incendiarle los periódicos y arrancarle las monedas ganadas del fondo destrozado de sus bolsillos. ¡Estropeado! nos miraba inquiriendo con la cara blanca de terror. ¡oh! por ese color blanco de terror en las caras odiadas, en las fachas obreras más odiadas, por verlo aparecer sin desaparición nosotros hubiéramos donado nuestros palacios multicolores, la atmósfera que nos envolvía de dorado color. A empujones y patadas zambullimos a ¡Estropeado! en el fondo de una zanja de agua escasa. Chapoteaba de bruces ahí, con la cara manchada de barro, y. Nuestro delirio iba en aumento. La cara de Gustavo aparecía contraída por un espasmo de agónico placer. Esteban alcanzó un pedazo cortante de vidrio triangular. Los tres nos zambullimos en la zanja. Gustavo, con el brazo que le terminaba en un vidrio triangular en alto, se aproximó a ¡Estropeado!, y lo miró. Yo me aferraba a mis testículos por miedo a mi propio placer, temeroso de mi propio ululante, agónico placer. Gustavo le tajeó la cara al niño proletario de arriba hacia abajo y después ahondó lateralmente los labios de la herida. Esteban y yo ululábamos. Gustavo se sostenía el brazo del vidrio con la otra mano para aumentar la fuerza de la incisión.

¡No desfallecer, Gustavo, no desfallecer!

Nosotros quisiéramos morir así, cuando el goce y la venganza se penetran y llegan a su culminación.

Porque el goce llama al goce, llama a la venganza, llama a la culminación.
Porque Gustavo parecía, al sol, exhibir una espada espejeante con destellos que también a nosotros venían a herirnos en los ojos y en los órganos del goce. Porque el goce ya estaba decretado ahí, por decreto, en ese pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo gris, mugriento y desflecado.

Esteban se lo arrancó y quedaron al aire las nalgas sin calzoncillos, amargamente desnutridas del niño proletario. El goce estaba ahí, ya decretado, y Esteban, Esteban de un solo manotazo, arrancó el sucio tirador. Pero fue Gustavo quien se le echó encima primero, el primero que arremetió contra el cuerpiño de ¡Estropeado!, Gustavo, quien nos lideraría luego en la edad madura, todos estos años de fracasada, estropeada pasión: él primero, clavó primero el vidrio triangular donde empezaba la raya del trasero de ¡Estropeado! y prolongó el tajo natural. Salió la sangre esparcida hacia arriba y hacia abajo, iluminada por el sol, y el agujero del ano quedó húmedo sin esfuerzo como para facilitar el acto que preparábamos. Y fue Gustavo, Gustavo el que lo traspasó primero con su falo, enorme para su edad, demasiado filoso para el amor.

Esteban y yo nos conteníamos ásperamente, con las gargantas bloqueadas por un silencio de ansiedad, desesperación. Esteban y yo. Con los falos enardecidos en las manos esperábamos y esperábamos, mientras Gustavo daba brincos que taladraban a ¡Estropeado! y ¡Estropeado! no podía gritar, ni siquiera gritar, porque su boca era firmernente hundida en el barro por la mano fuerte militari de Gustavo.
A Esteban se le contrajo el estómago a raíz de la ansiedad y luego de la arcada desalojó algo del estómago, algo que cayó a mis pies. Era un espléndido conjunto de objetos brillantes, ricamente ornamentados, espejeantes al sol. Me agaché, lo incorporé a mi estómago, y Esteban entendió mi hermanación. Se arrojó a mis brazos y yo me bajé los pantalones. Por el ano desocupé. Desalojé una masa luminosa que enceguecía con el sol. Esteban la comió y a sus brazos hermanados me arrojé.

Mientras tanto ¡Estropeado! se ahogaba en el barro, con su ano opaco rasgado por el falo de Gustavo, quien por fin tuvo su goce con un alarido. La inocencia del justiciero placer. Esteban y yo nos precipitamos sobre el inmundo cuerpo abandonado. Esteban le enterró el falo, recóndito, fecal, y yo le horadé un pie con un punzón a través de la suela de soga de alpargata. Pero no me contentaba tristemente con eso. Le corté uno a uno los dedos mugrientos de los pies, malolientes de los pies, que ya de nada irían a servirle. Nunca más correteos, correteos y saltos de tranvía en tranvía, tranvías amarillos.
Promediaba mi turno pero yo no quería penetrarlo por el ano.

-Yo quiero succión -crují.

Esteban se afanaba en los últimos jadeos. Yo esperaba que Esteban terminara, que la cara de ¡Estropeado! se desuniera del barro para que ¡Estropeado! me lamiera el falo, pero debía entretener la espera, armarme en la tardanza. Entonces todas las cosas que le hice, en la tarde de sol menguante, azul, con el punzón. Le abrí un canal de doble labio en la pierna izquierda hasta que el hueso despreciable y atorrante quedó al desnudo. Era un hueso blanco como todos los demás, pero sus huesos no eran huesos semejantes. Le rebané la mano y vi otro hueso, crispados los nódulosfalanges aferrados, clavados en el barro, mientras Esteban agonizaba a punto de gozar. Con mi corbata roja hice un ensayo en el coello del niño proletario. Cuatro tirones rápidos, dolorosos, sin todavía el prístino argénteo fin de muerte. Todavía escabullirse literalmente en la tardanza.

Gustavo pedía a gritos por su parte un fino pañuelo de batista. Quería limpiarse la arremolinada materia fecal conque ¡Estropeado! le ensuciara la punta rósea hiriente de su falo. Parece que ¡Estropeado! se cagó. Era enorme y agresivo entre paréntesis el falo de Gustavo. Con entera independencia y solo se movía, así, y así, cabezadas y embestidas. Tensaba para colmo los labios delgados de su boca como si ya mismo y sin tardanza fuera a aullar. Y el sol se ponía, el sol que se ponía, ponía. Nos iluminaban los últimos rayos en la rompiente tarde azul. Cada cosa que se rompe y adentro que se rompe y afuera que se rompe, adentro y afuera, adentro y afuera, entra y sale que se rompe, lívido Gustavo miraba el sol que se moría y reclamaba aquel pañuelo de batista, bordado y maternal. Yo le di para calmarlo mi pañuelo de batista donde el rostro de mi madre augusta estaba bordado, rodeado por una esplendente aureola como de fingidos rayos, en tanto que tantas veces sequé mis lágrimas en ese mismo pañuelo, y sobre él volqué, años después, mi primera y trémula eyaculación.

Porque la venganza llama al goce y el goce a la venganza pero no en cualquier vagina y es preferible que en ninguna. Con mi pañuelo de batista en la mano Gustavo se limpió su punta agresiva y así me lo devolvió rojo sangre y marrón. Mi lengua lo limpió en un segundo, hasta devolverle al paño la cara augusta, el retrato con un collar de perlas en el cuello, eh. Con un collar en el cuello. Justo ahí.

Descansaba Esteban mirando el aire después de gozar y era mi turno. Yo me acerqué a la forma de ¡Estropeado! medio sepultada en el barro y la di vuelta con el pie. En la cara brillaba el tajo obra del vidrio triangular. El ombligo de raquítico lucía lívido azulado. Tenía los brazos y las piernas encogidos, como si ahora y todavía, después de la derrota, intentara protegerse del asalto. Reflejo que no pudo tener en su momento condenado por la clase. Con el punzón le alargué el ombligo de otro tajo. Manó la sangre entre los dedos de sus manos. En el estilo más feroz el punzón le vació los ojos con dos y sólo dos golpes exactos. Me felicitó Gustavo y Esteban abandonó el gesto de contemplar el vidrio esférico del sol para felicitar. Me agaché. Conecté el falo a la boca respirante de ¡Estropeado! Con los cinco dedos de la mano imité la forma de la fusta. A fustazos le arranqué tiras de la piel de la cara a ¡Estropeado! y le impartí la parca orden:

-Habrás de lamerlo. Succión-

¡Estropeado! se puso a lamerlo. Con escasas fuerzas, como si temiera hacerme daño, aumentándome el placer.

A otra cosa. La verdad nunca una muerte logró afectarme. Los que dije querer y que murieron, y si es que alguna vez lo dije, incluso camaradas, al irse me regalaron un claro sentimiento de liberación. Era un espacio en blanco aquel que se extendía para mi crujir.

Era un espacio en blanco.

Era un espacio en blanco.

Era un espacio en blanco.

Pero también vendrá por mí. Mi muerte será otro parto solitario del que ni sé siquiera si conservo memoria.

Desde la torre fría y de vidrio. Desde donde he contemplado después el trabajo de los jornaleros tendiendo las vías del nuevo ferrocarril. Desde la torre erigida como si yo alguna vez pudiera estar erecto. Los cuerpos se aplanaban con paciencia sobre las labores de encargo. La muerte plana, aplanada, que me dejaba vacío y crispado. Yo soy aquel que ayer nomás decía y eso es lo que digo. La exasperación no me abandonó nunca y mi estilo lo confirma letra por letra.

Desde este ángulo de agonía la muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente lógico y natural. Es un hecho perfecto.

Los despojos de ¡Estropeado! ya no daban para más. Mi mano los palpaba mientras él me lamía el falo. Con los ojos entrecerrados y a punto de gozar yo comprobaba, con una sola recorrida de mi mano, que todo estaba herido ya con exhaustiva precisión. Se ocultaba el sol, le negaba sus rayos a todo un hemisferio y la tarde moría. Descargué mi puño martillo sobre la cabeza achatada de animal de ¡Estropeado!: él me lamía el falo. Impacientes Gustavo y Esteban querían que aquello culminara para de una buena vez por todas: Ejecutar el acto. Empuñé mechones del pelo de ¡Estropeado! y le sacudí la cabeza para acelerar el goce. No podía salir de ahí para entrar al otro acto. Le metí en la boca el punzón para sentir el frío del metal junto a la punta del falo. Hasta que de puro estremecimiento pude gozar. Entonces dejé que se posara sobre el barro la cabeza achatada de animal.

-Ahora hay que ahorcarlo rápido -dijo Gustavo.

-Con un alambre -dijo Esteban en la calle de tierra donde empieza el barrio precario de los desocupados.

-Y adiós Stroppani ¡vamos! -dije yo.

Remontamos el cuerpo flojo del niño proletario hasta el lugar indicado. Nos proveímos de un alambre. Gustavo lo ahorcó bajo la luna, joyesca, tirando de los extremos del alambre. La lengua quedó colgante de la boca como en todo caso de estrangulación.

[De "Sebregondi retrocede", publicado en 1973 © herederos de Osvaldo Lamborghini]

lunes, 5 de octubre de 2009

Poema chino

El aroma de las flores del cerezo
que el viento trae a mi habitación
convierte mi ventana rota
en una fuente de gozo.

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