¿Qué debe hacer un estudiante de reportería y redacción y aspirante a periodista independiente para no convertirse en Vicky Dávila? Este podría ser el rótulo de una cartilla Affaire (como esas novelas con trama juvenil para adolescentes colombianos que circulan clandestinamente en los medios académicos y que son desdeñadas en forma pública para salvaguardar la respetabilidad intelectual de sus lectores) o de un libelo subrepticio para enseñar a hacer algo o al menos un poco de periodismo sin mácula. Lo que en realidad es apunta más bien a la valoración que el autor de Matadero 5, Kurt Vonnegut, hizo del término transgreción, que deriva del vocablo transgredir, que proviene del latín trans que significa “cruzar al otro lado” y la palabra aggredi que significa “dirigirse a alguien u atacarle”.
Transgredir, según nuestro Autor (la mayúscula es para no insultar su memoria) es uno de los deberes más importantes (en una lista más o menos amplia) de entre todos aquellos preceptos que debería llevar a cabo cualquier ser humano que, en su fuero interior, quiera alterar el status quo de su época abyecta y cambiar el curso de la historia.
Yo no soy tan iluso para creer que puedo cambiar el mundo. De hecho, desconfío de todas las personas (universitarios idealistas, por ejemplo) que creen poder hacerlo. La corrupción es un magma infinito. La violencia es la mejor carta que tenemos para sobrevivir en este país. Los hombres sensatos no intentan cambiar otra cosa que su propia forma de pensar, y en esto se les va la vida. Yo puedo quebrantar pequeñas cosas como la felicidad, que no existe. Como el amor, que es afilado. Como el patriotismo, que es una farsa. O puedo realizar ensayos nupciales para transgredir algo material como el himen de una zagala. Pero mucho más lejos de todo, si se me efectuara a bien propio el cumplimiento de un capricho, lo que haría es sentarme en mi cuarto depauperado de pensión a trepanar el cuerpo entero del programa de periodismo de mi facultad.
De hecho, eso es lo que hice hace cuatro días mientras los miembros más prominentes de mi bloque académico recibían al alcalde de Medellín en el Teatro Camilo Torres para celebrar los logros reporteriles de un periódico en el cual nunca he publicado nada.
Entonces creé mi propio decálogo.
1° Nivel: Estamento del Trashumante.
En donde el aspirante a periodista se da cuenta de la patria miserable que le tocó en suerte.
Bibliografía:
- Mi confesión de Carlos Castaño.
- La insignia roja de Stephen Crane.
- Las fatigas de los mejores de Bertolt Brecht.
2° Nivel: Estamento de la Resignación.
En donde el aspirante a periodista comprende que la podredumbre de su país ruinoso no tiene fin.
Bibliografía:
- El río del tiempo de Fernando Vallejo.
3° Nivel: Estamento de la animadversión.
En donde el aspirante a periodista comienza a espolear su odio contra el mundo.
Bibliografía:
- Yo, Pierre Riviere de Michel Foucault.
- La posibilidad de una isla de Michel Houellebecq.
4° Nivel: Estamento de la Lubricidad.
En donde el aspirante a periodista advierte que lo único que le da un poco de valor a su vida es el sexo.
Bibliografía:
- Once mil vergas de Guillaume Apollinaire.
- Madame Eduarda de George Bataille.
- La novela sentimental de Alain Robbe-Grillet.
- La Venus de las pieles de Leopold Von Sacher-Masoch.
- La serpiente emplumada de D. H. Lawrence.
- Justine del marqués de Sade.
- La vida sexual de Catherine M. de Catherine Millet.
5° Nivel: Estamento de la Indigencia.
En donde el aspirante a periodista aprende a reconocer los residuos sociales de su ciudad.
Bibliografía:
- Peleando a la contra de Charles Bukowsky.
(En este nivel la bibliografía se complementará con cuantiosas salidas de campo por los peores antros del centro de la ciudad)
6° Nivel: Estamento de la Hilaridad.
En donde el aspirante a periodista aprende que la verdadera transgresión se alcanza cuando logramos burlarnos del poder.
Bibliografía:
- El jinete de Bucentauro de Alfredo Iriarte.
- Bestiario tropical (Ídem).
- Lo que la lengua mortal decir no pudo (Ídem).
7° Nivel: Estamento de la Soledad.
En donde el aspirante a periodista será puesto al límite de la locura.
Bibliografía:
- Ciudad de cristal de Paul Auster.
- Berlín Alexandrplatz de Alfred Döblin.
- La nausea de Jean-Paul Sartre.
8° Nivel: Estamento de la flaqueza.
En donde el aspirante a periodista conocerá en carne propia los días largos sin pan.
Bibliografía:
- Hambre de Knut Hamsun.
- Crimen y castigo de Fedor Dostoievsky.
9° Nivel: Estamento del Conocimiento.
En donde la razón del aspirante será sacudida por fuertes cargas de sustancias alucinógenas.
Bibliografía:
- Toda la saga de Las enseñanzas de don Juan, de Castaneda.
10° Nivel: Estamento de la emancipación.
En donde el aspirante escapará de la academia para convertirse en autodidacta.
Bibliografía:
- Los detectives salvajes de Roberto Bolaño.
- Ariel de José Enrique Rodó.
Este es todo mi régimen. Pero antes de continuar con esta espaciosa diatriba debo poner en claro que mi método no sólo sirve para formar periodistas, sino que su eficiencia se extiende por muchas otras disciplinas académicas. La finalidad es la misma. Todos los hombres se deben preparar del mismo modo para afrontar su vida de asco.
Y ahora que todo está claro prosigo con el desarrollo de mi discurso.
Ryszard Kapuscinski escribió alguna vez que “para ejercer el periodismo ante todo hay que ser una buena persona”. Es claro que Kapuscinski nunca leyó a Chesterton, y por eso no sabía que ningún hombre es completamente bueno hasta que no es conciente de cuan canalla puede llegar a ser. Este, mis salaces alumnas, es el peor vicio del gremio periodístico nacional, porque si Claudia Gurisatti (a verbigracia), la presentadora de uno de los bodrios televisivos más vistos en el país, no sabe nada de la naturaleza vesánica que compone a todos los bípedos sin plumas entonces le será parcialmente fácil, por ejemplo, revictimizar a todos los campesinos damnificados por la guerra y satanizar a cada uno de los paramilitares bisoños que se armaron idiotamente a cambio de un sueldo para vivir. O, en un caso distinto, convertirse en juez protectora de la moralidad pública y calificar como aberrante el crimen contra un sacerdote imbécil o la violación de una niña de 14 años (cuando a ninguna mujer se le mide el aceite por la edad, sino por su peso; es decir, de 45 kilos en adelante).
Por eso un aspirante a periodista debe leer a Chesterton.
Sin embargo, la academia odia al lector-parásito que devora libros por el hecho de hacerlo, así que para leer a Gilber K. el estudiante de periodismo se debe esconder en la parte más desértica de su Alma Mater y vigilar muy bien todos los flancos para que nadie que lo conozca le descubra. El periodismo requiere producción, mientras que la lectura de una obra maestra sólo demanda quietud y serenidad. Por eso el adolescente amante de las aventuras del Padre Brown debe tener cuidado, ya que si es amenazado por la presencia de algún cohabitante de su facultad correrá el riesgo de pasar colores magenta por su cutis y de ser señalado como un inútil y un holgazán ante todos sus maestros.
Lo digo yo, que siempre he sido un golfo honorario.
Pero existe otra razón elemental por la cual un periodista debería leer literatura parásita y poesía de calidad: para evitar a toda costa las ediciones paupérrimas de los periódicos. ¿Y por qué no irnos a un caso concreto? ¿Por qué no contarles a mis rijosas alumnas a qué rotativo me refiero yo? Pues está muy claro: al mismo que celebraba hace cuatro días su décimo aniversario en compañía de las máximas eminencias de mi malograda carrera, al mismo que ha destruido las mejores crónicas y reportajes de mis amigos (que son dos o tres) con sus signos de puntuación mal puestos, sus errores de ortografía y su ineptitud léxica, al mismo que se envanece de ser un laboratorio para aprendices y no pasa de ser un cuchitril de reconocimiento escolar y famas pasajeras.
Los periodistas, en general, son malos escritores; mucho peores si se forman en la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia y publican en su periódico oficial. Su primer desacierto es pensar que una buena calificación hace a un buen artículo. Su segundo error es creer que se escribe mejor porque se tiene un promedio conspicuo, y la tercera de sus erratas es pretender que hombres como Juan José Hoyos pueden llegar a ser sus preceptores incondicionales.
I’m sorry, my dears. Hoyos no pasará nunca de ser un escritor menor. O sea, un escritor local. O sea, un escribiente de provincia.
Un buen periodista lee a José Manuel Arango.
Lee a Juan Carlos Onetti.
Lee Osvaldo Lamborguini.
Lee a Dashiell Hamet.
Un buen periodista lee a hombres que conocen el secreto de una escritura de calidad. Es decir, individuos que saben que lo más parecido al oficio de escribir es hacerse la paja y que la mejor forma de empezar a hacerlo es practicando en soledad.
Ese es el motivo por el cual los aprendices de periodismo sólo escriben bazofias. Ellos se masturban en grupo. Son camaradas orgiásticos. Demasiada concordia profesional, diría yo. De forma que lo único que me llena de esperanza es aquel estudiante onanista que logra aislarse en un rincón de su salón (en donde lo constriñen a estar informado de la actualidad escatológica de su país) para garrapatear un cuento o un poema, pues él ya ha dado su primer paso hacia el tabernáculo de los genios periodísticos.
Otra regla inquebrantable de la buena prensa es aprender a mentir. Si me ponen a escoger entre una buena mentira y una verdad a medias yo elegiría la primera opción, por voto de honestidad. Allende a esto, es casi un deber moral admitir que mi carrera ha tenido mucho que ver en esta clara tendencia a la fábula reporteril. La mitad + la mitad de una mitad de todos los trabajos que he entregado a lo largo del cuerpo entero de mi preparación académica han sido inventados por su servidor, ya que prefiero contar con un poco de imaginación las verdades más despreciables de esta nación -de manera que la ciudadanía subnormal colombiana tome consciencia de su mierdero- a desplegar informes amañados a cualquier tipo de interés particular.
Algún aspirante a presentador de noticias de mi facultad se preguntará por la ética empresarial, por una imagen íntegra, por la investigación y el deseo de cambiar el mundo.
Eso está bien, digo yo. Serás tan profesional como Vicky Dávila.