viernes, 18 de septiembre de 2009

Los guías del desfiladero



Para Elías Canetti la patria era una biblioteca abigarrada en la que él pudiera descansar de la presencia molesta de los hombres. Para Bertolt Brecht la patria era cualquier lugar porque en cualquier parte se puede uno morir de hambre. Para un amigo mío que no es escritor la patria es la vagina de la mamá. Yo me adscribo a la definición de Jesús Zárate Moreno: la patria es no estar solo, y como la soledad es que nadie me lea, por eso decidí abrir este mísero blog.

Y porque para escribir bien se necesitan agallas.

Más aun cuando se decide escribir para un público de universitarios suicidas y deprimidos.

Pero ahora voy a ir al grano.

En el mundo existen dos tipos de hombre: los ganadores como Álvaro Uribe Vélez y los perdedores, que son todos aquellos que nunca lograron ser los Nº 1 en nada. Yo pertenezco al gremio de los que hicieron del fracaso su pasatiempo y luego su vicio. Cada fiasco es un peldaño más en nuestro descenso hacia el infierno. Allá nos esperan los grandes perdularios de la historia: Melville (escribiendo sobre una mesa de fuego), Proust (enjuagándose las manos en un río de lava) y Lwory (emborrachándose con el vino de la casa y eructando vapores de azufre por la boca). Todos ellos fallaron en repetidas ocasiones durante su corta estancia dentro del mapa histórico de nuestra última era. Sus vidas estuvieron condenadas a toda clase de pestes purulentas y plagas insólitas: el amor los hizo pedazos, la libertad los alejó de los hombres. Finalmente, y sólo tras pasar como simples outsiders de la pléyade contemporánea de sus respectivas épocas y de haberse convertido cada uno en un festín para larvas y gusanos, ganaron el título de maestros y guías en la enfilada ruta del autodidacta.

Se preguntará entonces el zagal taciturno (al término de una masturbación rutinaria tras la lectura de un nuevo capítulo de Las edades de lulú) el por qué de esta palmaria injusticia. La respuesta es simple: los tres, Melville & Compañía, se inclinaron por buscar su propia verdad, y no existe nada más claro que las consecuencias de una búsqueda a ciegas por un desfiladero de desesperación y pequeñas alegrías, de vehemencia y delirante lucidez, como sólo pueden ser las exploraciones por la selva oscura y encizañada de la vida (que es exclusivamente eso: una manigua impenetrable). Y ya que el mundo acostumbra ver a los hombres que intentan horadar en su secreto como pobres bastardos, a estos tres mártires de la literatura occidental no les quedaba otro camino distinto al de los perdedores irremediables.

Hrabal también fue un bastardo.

Mark Twain fue un perito en corrupción y obscenidad.

Vonnegut es un pobre mentecato.

Y todo se debe a que ninguno de ellos cedió un centímetro del terreno que habrían ganado a fuerza de lecturas insomnes y cuartillas garrapateadas para buscar el sentido de la vida y el destino humano.

Eso es ser un escritor honesto.

Pero hoy día el concepto de escritor ha perdido su mejor atributo. El sacrificio y la penalidad dejaron de ser características gremiales. Ser un novelista colombiano, por ejemplo, significa entrar en la lista de Best-sellers nacional junto a John Pinchao y Óscar Tulio Lizcano, asistir a cócteles con la bazofia política y cultural de este país, adquirir estatus social, ser entrevistado por modelos mamertas que no saben quién fue William Saroyan y estar siempre al servicio de los gustos ramplones del marketing. Por lo tanto, uno se hace la misma pregunta que el autor de Tormenta de mierda en uno de sus últimos ensayos: “¿Entonces qué es la escritura de calidad?”. Y después de meditarlo muy bien terminamos por darnos la misma respuesta que él: “Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura es básicamente un oficio peligroso. Correr por el borde de un precipicio: a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, y los libros, y los amigos, y la comida”.

Insisto: eso es ser un escritor honesto.

¿Y acaso cree el lector amodorrado que para escribir una obra maestra se necesita un título universitario? Esa es la versión de los que analizan la literatura desde un telescopio y se apoltronan en sendos puestos académicos, aguardando la oportunidad en que la editorial de su claustro los convierta al fin en los hombres respetables que siempre soñaron ser (ab aeterno) por obra y gracia de una investigación que hable, a título de ejemplo, de la manera como El proceso de Kafka se relaciona directamente con Crimen y castigo, de Dostoievski. O de la forma como el Frankenstein de Shelley prefigura la industrialización y la miseria del capitalismo. O del modo en que el adolescente inexperimentado debe leer a James Joyce sin caer en gazapos de principiante.

Yo les voy a decir cómo se debe leer a Joyce.

A Joyce se le debe leer en una pensión de mala madre, sobre un colchón manchado con herrumbres de meadas y eyaculaciones de otros inquilinos.

A Joyce se le debe leer en las madrugadas frías de los parques y en las habitaciones de hotel de las prostitutas del centro de Medellín.

A Joyce se le debe leer en los casinos, en los callejones oscuros, en las casas de expendio, en los albergues disolutos y en las cantinas funestas.

Cuando llegué a esta ciudad roñosa todo lo que traía era una maleta en la que guardaba tres camisas y dos pantalones, y mi posesión más preciada era una edición mexicana del Ulises. Entonces no tenía la más mínima certeza de lo que quería hacer con mi vida, pero la literatura me acompañó como una amante fiel durante todos estos años. La razón de mi viaje era estudiar actuación en la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia. Luego la vida me enseñó que uno no elige lo que quiere, sino que las cosas para las que estamos destinados nos encuentran y nos transforman.

Pasaron muchos años y comencé a estudiar periodismo.

Ahora no soy actor.

Ni quiero ser periodista.

Quiero ser escritor.



Post- scriptum: A propósito del incidente presentado el pasado jueves 10 de septiembre, me pronuncio de la siguiente manera: Van Gogh perdió una oreja y pintó la Noche estrellada. Rimbaud perdió su pierna derecha y escribió El barco ebrio. Farinelli perdió sus testículos y cantó como nadie el Lascia ch'io pianga. Esperemos que al pobre e imberbe militante que perdió su mano izquierda en aquel día fatídico le depare un destino no menos glorioso que el de El manco de Lepanto... aunque lo dudo.

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