Tomas el arma y la llevas a tu boca. Tu mente se dispara como un proyectil inocuo que golpea la cubierta de un chaleco antibalas. Alejas la falange del gatillo; tus dedos tiemblan. Tu cerebro continúa descargando miedo en tus venas y en casi todos los centros nerviosos de tu cuerpo. Sabes que no quieres morir, pero la angustia que sientes ha reducido tu escaso apego por la vida hasta más o menos el diámetro de una pulga que chupa el pellejo de una rata hambrienta. Te asaltan las dudas. No te decides a hacerlo; no por cobardía, ni siquiera porque hayas perdido la confianza en el disparo de un revólver que te liberará del dolor, sino todo lo contrario: porque eres consciente de que podrías hacer fuego, y que cuando la detonación alerte a los 14 inquilinos de la casa misérrima en que vives, todo habrá terminado. Por tanto, no habrá vuelta atrás. Por lo tanto, tendrás que pensarlo muy bien antes de jalar el gatillo para permitir que la dueña de aquel tugurio observe en carne viva tu hipotálamo y tu materia gris y tu cerebelo desparramado por su piso mugriento de baldosín. Otra sería tu situación si todo aquello constituyera apenas un juego grounge para llamar la atención, pero no es un juego, ni es divertido. Tu tristeza es real y tu familia está demasiado lejos para querer llamar su estúpido miramiento. Hace unos años llegaste a creer que tus libros eran la salvación. Lo son, aunque muchas veces les hayas recriminado cada uno de tus tormentos y tus agonías. Sin embargo, los libros no contienen fórmulas para vivir mejor, ni tampoco te enseñan lo que debes querer y lo que debes rechazar. Para eso sirven los discursos del pastor de esa iglesia a donde asiste tu casera y casi todas las viejas decrépitas que viven a la redonda. Sus reglas y mandamientos son incuestionables, pero la vida, te dices, es demasiado basta y desmesurada para comprenderla dado el funcionamiento de un código de leyes. Tú prefieres vivir a la enemiga, como si caminaras a ciegas por una carretera infinita que no lleva a ninguna parte y que hoy, precisamente, ha hecho escala en la habitación en donde te encuentras, a sólo unos segundos de descerrajarte una bala en la cabeza. Al menos, piensas, podría ser más fácil si tuvieras un maestro que te enseñara hacia dónde debes caminar, o por lo menos te mostrara la forma en que debes descubrir las pistas que los hombres tienen que seguir para atinar a encontrar algo en su vida. Pero ese es tu problema: no tienes maestro y tampoco estás seguro de lo que debes encontrar. Ninguno de los profesores de tu facultad es un verdadero dómine. Ninguno de ellos te podría dar un consejo ni sabría responder a tus dudas. Si asaltaras a alguno en un pasillo de tu bloque académico y le preguntaras, por ejemplo: «Maestro, ¿Cuánta verdad hay en vivir?», el ilustre tutor te miraría con cara de lástima y posiblemente dibujaría una sonrisa socarrona en su cara. En realidad, ellos piensan que la felicidad consiste en no hacerse ese tipo de preguntas; su vida es demasiado cómoda y su nivel intelectual exageradamente reducido. Además, ninguno quiere ser guía de nadie, mucho menos de un adolescente onanista que franquea con relativa facilidad la línea que divide a la estrechez económica de la indigencia. Tú estás solo, en una habitación de 3 metros X 4, con un arma sarrosa alicatada entre tus dientes delanteros. Y dentro de unos segundos morirás.
domingo, 22 de noviembre de 2009
Normas de comportamiento para una velada metafísica I
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