lunes, 9 de noviembre de 2009

El bodegón de las cebollas



Me despertaba triste en las mañanas, dentro de un cuarto en penumbras. Mi habitación sólo tenía una ventana, que siempre estaba cubierta por una cobija gruesa de lana. Solía caminar en círculos por los mismos lugares cada vez que sentía que iba a morir (morir de desesperanza y pena, o de dolor y miedo o de todo junto). Medellín nunca me abrió sus puertas y mis únicas posibilidades ondeaban entre la criminalidad y el suicidio. Había dejado la universidad por segunda vez. Faltó muy poco para prodigarme por completo a la indigencia. Pasé por todo tipo de situaciones abyectas, y sobreviví precisamente porque sabía que, si la cosa empeoraba, todavía me podía matar. No tenía nada ni a nadie que me acompañara o me diera un consejo. Mis días transcurrían entre los libros de Henry Miller, el café, mi caja de cigarrillos Starlite y mis diarios, en donde escribía cosas como ¿por qué me pasa esto a mí? hasta que se me entumecía la mano y me ponía a llorar en mi cuarto o en el baño, después de masturbarme. Entonces descubrí que existía un tipo de literatura para desesperados, a la que pertenecen autores que también llevaron una vida a salto de mata en sus países de mierda y a los que nadie nunca les ofreció su conmiseración ni su lástima. Yo leí a Thomas Bernhard de la única forma en que se puede leer a un escritor de su calibre sin envilecer su obra: en medio de la miseria. De aquel tiempo extraje el siguiente capítulo, para que el lector abatido por la amargura sepa que su abandono y su sufrimiento se deben, en parte, al grado de desenjalme de su cerebro (ya que, sin excepción, cuando conseguimos por primera vez la libertad que tanto anhelamos, ésta se nos presenta en forma de dolor), pero también al gravamen de un Estado que odia a los hombres libres y en general a todo individuo que decida no hacer parte de su sistema.

Corrección (fragmento Nº1)

“…dondequiera que hubiera vivido en los últimos años, en Inglaterra o en Austria, en el país inglés, con gran decisión y presencia de ánimo, en el país austríaco, con gran afecto y amor, aunque también con desprecio y aversión igualmente grandes, con esa mezcla de desconfianza y decepción que siempre había sentido, en las fronteras del odio, hacia su patria, fronteras que había traspasado también, con mucha frecuencia, con una inteligencia desusadamente aguda, porque el hecho de que, por una parte amaba a Austria, porque era su país de origen, era tan evidente como el hecho de que la odiaba, porque, durante toda su vida, sólo lo había maltratado, y siempre, cuando necesitaba de ella, lo había rechazado, ella no dejaba que se le acercara un ser como Roithamer, seres, personas, caracteres como Roithamer no tienen en el fondo nada que hacer en un país como en su y mi país natal, en un país así son incapaces de desarrollarse y tienen además, continuamente, conciencia de esa incapacidad para desarrollarse, un país así necesita hombres que no se revelen contra la desvergüenza de un país así, contra la irresponsabilidad de un país así y de un Estado así, de un Estado que, como decía siempre Roithamer, era un peligro público y estaba en total decadencia, en el que no reinaba más que unas condiciones caóticas, si es que no las más caóticas, ese Estado tiene una infinidad de hombres como Roithamer sobre la conciencia, una historia totalmente vil y abyecta, esa perversidad y prostitución permanentes en forma de Estado, como decía siempre Roithamer y, por cierto, sin pasión, con la seguridad, en él innata, de un juicio que no se basaba en más que en la experiencia, y Roithamer nunca había admitido otro valor que el de la experiencia, como decía siempre, cuando se había llegado al límite de la tolerancia, en relación con ese país y con ese Estado, no se podía explicar, decía, con unas palabras casuales, la vileza y la abyección y el peligro público que representaba ese Estado, sin embargo, para un análisis y un trabajo científico sobre ese tema le faltaba tiempo, porque estaba concentrado, decía, en su tema principal, las ciencias naturales y el Cono, y tampoco era él una cabeza, decía, que se agotara en ataques políticos, nunca se había agotado, decía, en ataques políticos o políticogenerales, para eso había otras cabezas, más indicadas, esa nucas y frentes para los ataques políticos, sin embargo, decía, de vez en cuando se había visto obligado a utilizar su capacidad de juicio con respecto a su país de origen y a su Estado de nacionalidad, o sea, con respecto a Austria, ese país, el más incomprendido del mundo, ese país con el mayor grado de dificultad de la historia universal, y se exponía de vez en cuando al riesgo de expresar su opinión sobre Austria y sus austríacos, sobre ese Estado arruinado como ningún otro, sobre ese pueblo arruinado como ningún otro, en el que, además de las deficiencias mentales en él innatas, decía, no quedaba más que hipocresía y, por cierto, hipocresía en todas las fronteras posibles del Estado y de la política nacional, este, en otro tiempo, corazón de Europa no era, según Roithamer, más que un resto de liquidación de la historia intelectual y cultural, una mercancía estatal no vendida, sobre la que el ciudadano no tiene más que una segunda o una tercera o una cuarta o, en cualquier caso, nada más que una última opción, ya que sus primeros años habían hecho comprender a Roithamer, como me habían hecho comprender a mí, la imposibilidad de crecer y desarrollarse en este Estado y este país, cuales quiera que fueran los auspicios, este país y este Estado, así Roithamer, no son nada para el desarrollo de un intelectual, aquí todos los indicios de fortaleza intelectual se convierten en seguida en todos los indicios de debilidad intelectual, aquí todos los esfuerzos por avanzar, prosperar y progresar son inútiles, por todas partes, a donde quiera que se dirigen los ojos o la inteligencia o los esfuerzos, no se ve más que el hundimiento de todos los esfuerzos por avanzar, prosperar y progresar aquí, por desarrollarse, el hombre austríaco, ya en el momento de su nacimiento, es un hombre fracasado y debe comprender claramente, decía, que tendrá que renunciar a sí mismo si se queda en este país y en este Estado, cualesquiera que sean los auspicios, debe decidir si quiere, quedándose ahí, parecer, envejeciendo fatigosamente y sin llegar a nada, perecer en su propio Estado y en su propio país, presenciar con los ojos abiertos, en su propia mente y en su propio cuerpo, ese terrible proceso de extinción, si quiere aceptar un desarrollo descendente durante toda su vida, quedándose en este Estado y en este país, o si quiere irse y marcharse tan pronto como pueda y, mediante ese pronto irse y marcharse, salvarse, salvar su inteligencia, salvar su personalidad y salvar su naturaleza, porque, si no se marcha, así Roithamer, perecerá en este país, y si no es un hombre vil, se convertirá en este país y en este Estado en un hombre vil, y si no es de naturaleza abyecta ni infame, se convertirá en este país y en este Estado en un ser de naturaleza vil y abyecta y en una criatura vil y abyecta, y por eso hace falta, desde el principio mismo, desde los primeros procesos del pensamiento, salvarse de este país y de este Estado y, cuando antes vuelva la espalda a este país y a este Estado un hombre con facultades intelectuales, tanto mejor, un hombre así tiene que decirse que hay que huir, dejar atrás todo lo que es este Estado, lo que constituye este país, irse a cualquier parte, aunque sea el fin del mundo, no quedarse en ningún caso donde nada puede esperar y, si puede, sólo lo más miserable y lo que destruya la inteligencia y lo que vacía la cabeza y lo que obligará continuamente a la mezquindad y la vileza, y que, aquí, todo lo aplasta continuamente, lo denigra y lo niega continuamente, y que aquí, en su país austríaco, estará expuesto siempre a una vil incomprensión y una vil calumnia y, por tanto, a la decadencia y, por tanto, a la muerte y, por tanto, a la aniquilación de su existencia. Si lo vemos con claridad, veremos que para Roithamer no había otra posibilidad que dejar esta su patria, que no merece en absoluto ese título honroso, porque la llamada patria no fue para él en realidad, como para tantos otros salidos de ella, nada más que el castigo más terrible de su existencia, durante toda su vida, por el acto inocente de haber simplemente nacido, alguien como Roithamer siente constantemente que su patria lo castiga por algo que no puede evitar, porque ningún hombre puede evitar su nacimiento, pero Roithamer tuvo que comprender ya muy temprano y, de hecho, en su más temprana infancia, que pasó con sus hermanos en Altemsan, que tenía que irse y, en lo posible, rápidamente y sin rodeos, para no hundirse como, en fin de cuentas, se hundieron sus hermanos…”

Corrección (fragmento Nº 2)

“La felicidad no es obligatoria.”

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