sábado, 18 de diciembre de 2010

Condones, goteras diplomáticas y otros archivos orgánicos, por Beatriz Preciado



Es posible que un día recordamos el 7 de diciembre-cuando Julian Assange, el creador de Wikileaks, fue arrestado en Londres-como el inicio de una batalla sangrienta (tan definitoria de nuestra época como lo fueron en el siglo XVI la colonización de América o las guerras de religiones en la Europa central) entre la antigua comprensión democrática y liberal del poder y su relación con los medios de comunicación de masas y el inicio de una nueva teoría de la democracia como un acceso público , no restringido, a la información ya las tecnologías de producción de verdad.

Es interesante detenerse en los insólitos cargos contra Assange, que podrían dar lugar a una eventual extradición a Suecia o en Estados Unidos. Assange no ha sido detenido por sus actividades al frente de Wikileaks, como fue anunciado por el Congreso americano desde que se hicieron públicos en julio los documentos sobre la guerra en Afganistán, sino por "ofensa sexual", y fue reclamado por las autoridades suecas por dos acusaciones de "coerción ilegal, acoso sexual y violación". Scotland Yard afirma: "Los cargos se refieren a dos encuentros sexuales que, según las dos denunciantes, empezaron de manera consensuada pero que dejaron de ser consentidas cuando Assange no utilizó condón".


No sé si Scotland Yard ha puesto de acuerdo con Benedicto XVI, pero un condón no había tenido nunca tanto valor geopolítico. Aunque Kafka nos enseñó que lo importante no son los cargos sino el mismo proceso de acusación, tal vez hay que preguntarse por qué el gobierno sueco y Scotland Yard han escogido entre todas las posibles acusaciones la figura de la violación y el corolario del condón para encarcelar Assange.
Les propongo que interpretamos la acusación contra Assange como la materialización jurídica de una metáfora sexopolítica. Dicho de otro modo, los gobiernos nacionales han expresado como una "violación" contra la soberanía sexual del cuerpo individual (de dos mujeres suecas) la amenaza que para los límites de los cuerpos políticos de los estados nación ha supuesto la posible difusión pública de más de 250.000 cables diplomáticos a través de Wikileaks. Este desplazamiento se debe a la imposibilidad de trazar los límites orgánicos de los actuales estados nación. Resulta más operativo reclamar que lo que ha sido violado es el cuerpo individual (y, evidentemente, cuando se trata del cuerpo, sólo puede ser el femenino).


Los estados nación actuales son ficciones decimonónicas con unos límites que se ven comprometidos por el mismo acceso a la globalización. En el capitalismo neoliberal dominado por relaciones financieras de carácter global y por ingentes intercambios de signos inmateriales, dígitos e información, los límites del cuerpo del estado nación no pueden ser marcados de manera efectiva ni ser contenidos por sus fronteras territoriales. Por decirlo de otra manera: los estados nación funcionan hoy como las líneas aéreas: cultivan, mientras vuelan, la ilusión nacional-Aeroméxico sigue sirviendo enchiladas con carne y Air France nos invita a vino de Burdeos para que el viajero siga creyendo que pisa suelo nacional a pesar de ser en las nubes-. Hacer público en internet el detalle de los intercambios diplomáticos (que no sólo muestra el lamentable estado de las cocinas, sino que también demuestra que las enchiladas son made in USA y que el vino de Burdeos proviene de las cepas sintéticos de Dubai) deshace la ilusión de la soberanía nacional y descubre los menús globales de las diplomacias nacionales.


El cuerpo de las dos mujeres suecas es el cuerpo elegido para simbolizar la sustitución del cuerpo del estado nación-puro, casto, inviolable-que Assange (o Wikileaks) habría ultrajado. De ahí la importancia simbólica del condón. Follar con condón, en este juego de sustitución de cuerpos políticos, equivale a haber obtenido los cables diplomáticos (una especie de fluido seminal de los gobiernos) y mantenerlos en secreto, preservando la fuga de la información en el espacio público. Esto habría sido "sexo consentido", mientras que poner en circulación la información de manera pública es amenazar la inmunidad honor del estado nación y, de paso, la del cuerpo femenino. He aquí el delito: Wikileaks lo ha hecho con el estado nación sin consentimiento y sin condón. Y la violación: Wikileaks está reconfigurando las relaciones entre los espacios privados y públicos, entre la propiedad y lo común, entre la verdad y el secreto, entre política y pornografía. El paso del Assange violador en Wikileaks terrorista será simplemente una cuestión de extensión del dominio de la metáfora.

por BEATRIZ PRECIADO.
Universidad Paris VIII
(traducción del catalán al español)
ARA 12/14/2010

Artículo disponible en: e-sevilla.org

domingo, 5 de diciembre de 2010

El oficio más bonito del mundo



Lo realmente bueno de éste invierno es que unos pocos elegidos hemos podido recuperar la buena salud. Ya no hay tanta bilis, ni dispepsia, ni furia por culpa de la sentina de basura que Sardanápalo quería esconder con un tercer mandato presidencial. La lluvia logró hacernos creer que estamos en Venecia o en Holanda, o en cualquier lugar más tranquilo y saludable que ésta república bananera, en donde se debe tomar la decisión de no escribir sobre política si se quiere conservar el buen funcionamiento del sistema digestivo.

Yo no escribo sobre política porque no es posible hacerlo sin correr el riesgo de dictar una cátedra. No importa cuántos argumentos inteligibles se utilicen en un discurso, todo adoctrinamiento implica un poco de idiotez del que escucha y algo de perspicacia del que habla, y a mí no me importa convencer a los mentecatos de ésta universidad ni mucho menos prohibirles que crean en algo para que no se suiciden. Si alguna vez denuncié la corrupción del gobierno de Sardanápalo fue en un momento de debilidad, como cuando los pecadores se sienten culpables y buscan a Dios. Buscamos un ideal o algo en que creer cuando nos sentimos miserables, y como la mayoría de los periodistas son unos miserables, entonces se dedican a creer en el hecho de que pueden arreglar el mundo por medio de su trabajo, del servicio social, de la investigación. Ellos creen en la justicia, en las convicciones éticas, en el paradigma de la redención, y si alguien les dice que nada de eso existe se vuelven locos como changos y les da por culearse entre todos.

Yo no los puedo culpar. También yo pensé así antes de convertirme en un hombre perfecto, y también me volví loco y me dieron ganas de culear cuando descubrí la verdad. Lo que sucede es que a veces me siento solo y me dan ganas de tener una charla lúcida con alguno de mis colegas, pero ninguno de ellos duda de su apostolado. Cambiarles la forma de pensar es una sandez y una pérdida de tiempo, pero a veces quisiera que reaccionaran para dejar de ser un pobre genio incomprendido. Un erudito. Un sabio insomne. Alguien que no puede dormir porque no tiene eso que llaman “tranquilidad de consciencia”, ni cree en nada. Un agnóstico.

(La única verdad es que no existe una verdad JIJIJIJIJIJIJIJIJIJIJIJIJIJIJIJIJIJI)

Lo irónico es cuando los periodistas se sienten en la autoridad moral para repudiar las acciones que van en contra de la ley. Juzgarse mejor que alguien porque se es más bueno que él es el error moral más popular del cristianismo. Y ahora ni siquiera es un error de índole moral, sino de carácter cívico. La moralidad y el civismo impiden el desarrollo de la inteligencia humana. Los periodistas no sólo creen en Dios, en la lucha contra la injusticia (y con eso ya se sienten totalmente seguros de sí); también creen en la obediencia del ciudadano y en las leyes de la república democrática. La ley es su doctrina fundamental. El periodismo colombiano sufre de un exceso de buena fe en la ley, de amor hacia la legislación y la democracia representativa.

En realidad, los reporteros del mañana están sujetos a demasiadas cosas para hacer un periodismo serio. No yo, por supuesto, que decidí crear el género del Periodismo Delincuencial. Estoy convencido de que el problema de las estudiantes del oficio más bonito del mundo es que le han estado apuntando al ideal que no es. Le han estado apuntando a la Justicia, cuando la idea es hacer todo lo contrario: defender la injusticia, amparar a los poderosos. No hay mejor forma de llenar de rabia a una masa de hombres y mujeres sin cerebro que haciéndoles creer que no existe la posibilidad de ecuanimidad en éste país. Así estallan las revoluciones, las revueltas, las subversiones. Hoy día ya no se puede trasgredir casi nada.

Post – scriptum: me impacienta que revistas serias como Semana no se hayan dado cuenta de mi punto de vista, a pesar de haberle enviado múltiples misivas a su director, y hoy vengan a publicar un artículo tan injusto contra los Nule y el ex congresista Germen Olano.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Viaje al final de la noche, de L. F. Céline



Era un tipo que fue soldado en la primera guerra mundial y luego trabajó en una colonia francesa de África hasta que se quiso cortar la pija y después se fue para Nueva York. Ésa es la primera parte de Viaje al final de la noche. 300 páginas de genialidad pura. Aquel adolescente que haya superado sus ganas de suicidarse por desamor o porque vivir no tiene ningún sentido para él encontrará en la escritura de Céline una razón mucho más importante para reconsiderar su patetismo: hay que suicidarse para no volverse un cabrón. Hay que suicidarse para no convertirse en un chulo so guarro como la mayoría de los hombres, que crecen y jalan y llenan el mundo de críos infelices y con hambre.

Querer vivir significa no crecer. Querer vivir significa convertirse en todo lo que la gente odia: un hombre honesto, libre, pendenciero. Un perro de mala sangre. Un perro romántico. Un zorro dispuesto a jugarse el pellejo por un bocado santidad. O por una conquista de las que sí sirven para algo, como cuando vemos que nuestra vida da asco y decidimos cambiarla. Eso sí es algo por lo que vale la pena seguir viviendo. En la vida nos enseñan a desear una chorrada de mentiras imprescindibles por las que creemos que vale la pena continuar, pero no es más que un montón de basura: un título, una mujer, una ideología y un juego de llaves para todo lo que resta y que por lo demás nos da miedo perder. Calzonazos. Hay que deshacernos de toda ésa herencia de falacias, dice Céline. Es mejor matarse antes que llegar a eso. Vivir solo es una posibilidad cuando decidimos no seguir el camino de los demás, sino el nuestro.

Ésa es una gran conquista.

Algunos ponen a prueba su resistencia para alcanzar las cosas más pequeñas que existen. Diñan todo lo que tienen por una causa insignificante, un sueño, una verdad. Por ejemplo, el personaje principal de Viaje al final de la noche es un galo antisocial que sabe que alcanzar un sueño es una conquista siempre y cuando el sueño sea inalcanzable. Despertar un día y lograr amar a una sola mujer por más de dos horas. Eso es un sueño inalcanzable. Y él lucha por sus sueños, pero antes debe enfrentar las circunstancias que lo rodean: una guerra mundial, el nacionalismo de las mujeres que se folla, la pobreza de su país, su propia miseria. La miseria de los demás, que es un charco de egoísmo y mezquindad en el que se zambullen todos los pobres. Y también la estupidez de Francia, que es otro charco, pero más grande, y estipulado solamente para los franceses.

Hasta en eso somos egoístas los hombres. Todos tenemos que lidiar en el charco de nuestro propio país, y si se puede en nuestro propio pueblo, porque en las ciudades no hay trabajo ni universidad ni sexo para los provincianos.

Pero el hecho es que a Ferdinand, que es como se llama el personaje, le valía un cojón su propio país, y por eso desertó de la guerra y se fue para África, a trabajar en una factoría en medio de la selva en donde debía intercambiar productos con los aborígenes. Allá también se cansó. Su trabajo no le inspiraba ni una paja. Entonces decidió echarse a morir y casi casi volverse loco. El imperio francés no era más que el dominio de unos blancos infames, representantes de todo lo europeo, sobre el salvajismo y la idiotez de unos cuantos negros muertos de hambre. Y Ferdinand vio eso, pero a la vez le valió lo que vale la inteligencia y la filosofía en estos días: nada, un culo. Se fue, no por indignación, sino porque no soportaba las condiciones de miseria en las que vivía, y cincuenta páginas más adelante ya estaba en Nueva York enamorado de una churriana.

Después se hace doctor y vuelve a París a trabajar en los arrabales. Y hasta aquí va mi lectura de Céline. En estos días uno no puede leer un libro de más de 600 páginas sin dejar de lado que hay otros siete títulos esperando. Han pasado más de 30 años de comer, berrear, perseguir sueños, en fin, vivir, y sigo sin ser un lector juicioso. En todo caso, siempre se me olvida todo lo que leo, así que lo que falta de la historia se lo dejo a la diligencia de los blogueros curiosos.

Sólo una cosa, el mejor sitio para leer es aquel lugar en donde no hay esperanza ni miedo, ni amigos ni nada. Sólo una calle fría y oscura, al final de la noche.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Bagatela para una crusificción



Odio a los negros, a los judíos, ¿a quién más odio? ¡Ah, sí! También odio a los homosexuales, a los colombianos, a los paisas sobre todo. A los paisas los odio más. Los odio porque todo lo resuelven con tiros de pistola y con sobornos y con más odio. Esa es la razón de mi ira. Pero odio muchas cosas más aparte de la gente que vive en Antioquia: odio a las mayorías asquerosas, al animal de las cien mil cabezas, al mito de la democracia eficaz y el Estado cuasi-perfecto. Superchería idealista. Fantasías hegelianas. Lo único que en realidad vale es el individuo en sí, y no cualquier mequetrefe solitario: un individuo capaz de enfrentarse él solo al poder de una masa que lo supera en número. Un héroe. Esa es una buena denominación. Un payaso dispuesto a crucificarse.

¿Por qué creer en la verdad de una mayoría que es incapaz de entender otras verdades, que es incapaz de poner en duda su propia verdad, que es incapaz de reírse de su verdad? Está bien: ellos tienen la razón y los pobres diablos como yo tenemos que acatar las decisiones de la multitud. Hasta ahí llega la democracia. Las muchedumbres no reflexionan nunca sobre sus convicciones. Les basta ganar los comicios e imponer sus ideas, traspasarlas, sistematizarlas en un modelo de educación, pero no merecen ningún respeto. Soplapollas. Lameculos. Son incapaces de soportar a alguien como yo, que los irrita, o a alguien como Celine, que les encona las hemorroides. Son incapaces de soportar a Vallejo y a Houellebecque. A Boris Vian, a Ambroice Bierce. Les emputa. Los encabrona el hecho de que alguien ponga en duda la seriedad de su doctrina política, de su ideología humana. Puede que tengan la razón. Eso no lo duda nadie, pero actúan como autómatas de mierda.

Esa es mi verdad.

Bastardos.

Ustedes mataron a Celine y despreciaron su obra. El genio y la controvertida vida del mejor escritor francés del siglo XX superó su entendimiento. Yo también superé el entendimiento de cierta damisela que me twitteó para declararme su mala leche, pero eso no se compara en nada con la aptitud del autor de Viaje al fin de la noche, que escogió hacerse anti-semita, colaboracionista y hitleriano en un momento en donde todo el gremio artístico de los países que participaron en la guerra contra Alemania estaban convencidos de su posición moral. Está bien: fue un mal momento para transgredir la lucha contra el fascismo, pero eso no significa nada en términos literarios. La obra de Celine sigue echando chispas, y aquel gaznápiro que la demerite o la eluda por la bandera política del artista que la garrapateó no se puede considerar otra cosa que un pobre cabezadeverga.

Celine, más que fascista, fue un anarquista, mi querido lector cabezadeverga.

Por eso es que no tolero a la gente con convicción. Los odio a todos. La democracia colombiana les da demasiado poder. La izquierda con convicción refuta la obra de Borges. Lo acusan. Lo empapelan. Lo censuran por sus simpatías con la ultraderecha latinoamericana. Los diestros, en cambio, son más apaciguados: saben que García Márquez es un idiota, un adlátere de Castro, un costeño esmirriado, pero lo siguen leyendo y no caben en su asombro. En ese sentido, me cae mejor la derecha. En ese sentido me cae mejor Borges que cualquier otro escritor comprometido con las causas sociales y el proletariado.

El acto artístico nada tiene que ver con la moral. Wagner es la prueba de eso, pero así trabajan los hombres con convicción: forman partidos de asco y luego se encargan de convencer a más gente y luego se toman el poder. Luego se vuelven intocables. Administran el modo en que se debe pensar. Rechazan toda aquella expresión que no sea aceptable para su moral y su doctrina. Rechazan a Celine. Rechazan a Stanislaus Bhör. Me rechazan a mí, que sólo soy un bloguero triste con una mente superdotada y 30 centímetros de mondá.

La respuesta a ésta conducta se encuentra en la dialéctica histórica: la insuficiencia mental de las mayorías colombianas se debe a un proceso en el tiempo que finalmente redundó en la estupidez. La finalidad de la historia humana no es un Estado perfecto, sino nuestra autoliquidación. Esta es la introducción para otro envía que aparecerá en unos días, titulado Celine se caga en vuestra puta madre, en donde se hará una crítica bastante cercana al ditirambo de la obra más famosa del escritor facho más importante de Francia.

viernes, 5 de noviembre de 2010

25 años del holoCAUSTO

La marihuana: Memorias del olvido Por: ANTONIO CABALLERO



La primera vez que fume marihuana fue… ¿cuándo fue? No me acuerdo. La marihuana destiñe la memoria: no deja más que unos borrones blanquecinos, vagos como nubes, signos con tiza desdibujados sobre un tablero negro de pizarra.

Pero sí sé que la primera vez que fumé marihuana no era marihuana, sino haschisch, o hachís, o kif, como lo llaman en Marruecos, de donde provenía el de mi ceremonia iniciática. El haschisch de los moros es la misma sustancia que en India llaman charas, y es más potente que la ganja y que el simple bhang. Es la resina pura de la cannnabis índica, subespecie de la sativa que, a su vez, etcétera, etcétera. En fin: las notas eruditas se las pueden saltar. Digo que la primera vez que fumé marihuana no era marihuana porque en París, donde yo vivía por entonces, no la había. Había kif marroquí, que se fumaba en pipa. No me gustó. Recuerdo el humo azul, tirando a verdoso, curiosamente horizontal. Era invierno, hacía frío. El sabor caliente y metálico de la pipa me secó la garganta. Me dio algo parecido a la náusea. Me acosté tiritando.
Meses más tarde, en Colombia, fumé marihuana de verdad, hierba de la Sierra Nevada. O sea —nota erudita—, bhang, que se obtiene por la trituración de hojas, tallos y semillas. Me encantó el olor, me gustó el sabor, y el crepitar de las semillas que a veces estallaban en el interior del grueso varillo de papel de Biblia. Recuerdo que —sí, señores: recuerdo: porque la marihuana borra la memoria, pero a la vez la exalta, como exalta y agudiza los sentidos a la vez que parece adormecerlos y embotarlos: el tacto, el gusto, el olfato, el oído (la vista no)—, recuerdo que en ese tiempo podía uno encontrar en todas las esquinas de Bogotá, como hoy encuentra mandarinas o cigarrillos de contrabando, marihuana de muchas clases: ‘uña de gato’, ‘punto rojo’, ‘Santa Marta Golden’. La vendían unas señoras rollizas y coloradas en envoltorios de papel periódico que pesaban, a ojo, media libra: áspera, dulzona y aromática. Me gustó, ya digo. Pero más que por el placer directo del sabor, el aroma y el color del humo, porque daba acceso a otros placeres. Como todas las drogas más o menos alucinógenas, la marihuana es una puerta. The Doors of Perception (Las puertas de la percepción), tituló Aldous Huxley un libro que fue famoso en aquellos años en el que contaba sus experiencias con drogas sicoactivas.

La marihuana abría puertas al mundo físico y al mental, a los apetitos y a las curiosidades: a la música, el sexo, a la meditación, al sonido y al sentido de las palabras; incluso puertas al hermético —para mí— reino de las matemáticas puras. Recuerdo —¿ven ustedes que sí tengo recuerdos? Y eso que hablo de cosas de hace casi 40 años— que un día, abierta mi conciencia por la hierba, supe inventar (o descubrir, no sé), una serie de números naturales hasta entonces no encontrada ni concebida por nadie. Una serie, por supuesto, infinita (la hierba abre las puertas del infinito con asombrosa facilidad; de otra droga, la mezcalina, decía el poeta Henri Michaux que es “un mecanismo de infinito”), construida sobre el crudo modelo de la de los números primos y constituida por todos los números enteros que no son divisibles ni por sí mismos ni por la unidad. Una serie impensable y que, sin embargo, pude pensar. Aunque después no encontré ningún número que cupiera en ella. Sin duda no busqué lo bastante. La marihuana tiene también eso: que uno se distrae y piensa en otra cosa, y se le olvida, y se va.

Hablo de las matemáticas, pero mencioné también la música. En esos años finales de los 60 y principios de los 70 eran muchos los marihuaneros que sólo fumaban marihuana para escuchar música. De todo: los entonces todavía jóvenes Rolling Stones, el ya viejo Johann Sebastian Bach, la inmemorial quema boliviana del altiplano, las novedosas mezcolanzas electrónicas de instrumentos occidentales made in Japon. Yo la fumaba además para ‘componer’ música, con el mérito añadido de no tener oído musical: todo lo daba la hierba por sí sola. Una noche compuse en la cabeza —letra y música— una canción de los Beatles, en inglés. Y otra tarde una sonata —sólo música, pero en alemán— de Mozart. Por no saber notación musical, ni inglés, ni alemán, todo eso quedó inédito. Y además —sí, lo reconozco: la marihuana es traicionera— lo he olvidado.

Sólo yerba

Con la marihuana se ganan cosas, y otras se pierden para siempre.
El sexo. La traba de la hierba, que refleja las tensiones y afina los sentidos, que expande el tiempo y a veces inclusive llega a inmovilizarlo, eternizando el instante, es una excelente herramienta sexual. Estoy hablando de aquellos años felices, privilegiados en la historia de la humanidad, en que el sexo no sólo era libre, por la relajación de las costumbres y el abandono de los valores familiares que tanto preocupaban a los Papas de Roma y a los presidentes de Estados Unidos, sino que además no era peligroso. Los antibióticos habían convertido la antes temible sífilis en un juego de niños, y aún no existía el sida. Todo eso duró poco, y se acabó cuando Papas y presidentes consiguieron por fin inventar y propagar el sida para meter en cintura la corrupción moral de la juventud de Occidente. Luego vendría, también de la mano de esos sombríos personajes, la ‘guerra frontal contra las drogas’: el cierre definitivo de las puertas abiertas.

Pero había más. Yo, por ejemplo, consumí buena parte de esos años de traba jugando al ajedrez. Bajo los efectos de la marihuana, una partida podía durar días enteros, como las de Spasski y Fisher. Tal vez no salía tan buena como esas —pues para jugar al ajedrez no basta con drogarse: es necesario además saber jugar al ajedrez—. Pero lo parecía. El ajedrez no es como el billar, digamos: en el billar, cuando uno juega trabado, puede imaginar deslumbrantes carambolas a tres bandas que desafían las leyes de la geometría: pero las intenta, y no salen. En cambio en el ajedrez se demora uno horas, o días, o incluso meses, en darse cuenta de que eso que parecía una defensa siciliana no era una defensa siciliana. Pero, insisto, lo parecía. La hierba crea ilusiones: puertas que tal vez no lo sean en realidad, pero que lo parecen. Visto desde la sobriedad, un enmarihuanado puede parecer un perfecto imbécil, riéndose dulce y locamente de cosas que no existen. Pero, ¿que importa que no existan, si se ríe? Vuelvo a Henri Michaux:, que en sus años tardíos abandonó la experimentación con mezcalina como inspiración de cuadros y poemas, y calificó los efectos alucinatorios de la droga de “miserable miracle”. Miserable, tal vez; pero también milagro.

Un milagro en el filo de la muerte. De nuevo hablo de ilusión: de una muerte ilusoria, pues la marihuana es completamente inofensiva (a diferencia de, pongamos por caso, la aspirina: en Estados Unidos mueren más de 500 personas al año por hemorragias inducidas por un excesivo consumo de aspirina). La muerte ilusoria de la llamada pálida. La primera vez que a mí me dio la pálida creí que me estaba muriendo, o que quizás ya estaba muerto. No podía mover ni un párpado. Me sorprendía ver que los que estaban conmigo en ese trance no me prestaban la menor atención: seguían riéndose de sus cosas de idiotas. Pero en mi sorpresa no había ni rencor ni reproche: que se rían de sus cosas mientras yo aquí me muero: ya morirán ellos también.
Luego no me morí, o al menos no me he muerto todavía. Pero conocí la muerte, como había conocido la defensa siciliana en el ajedrez, sin conocerla en realidad. El miserable milagro de la hierba transmuta la realidad en ilusión, como quien convierte el agua en vino. Y ese fue, conviene recordarlo, el primer milagro que hizo Jesucristo, a instancias de su madre, con ocasión de las bodas de Caná. Después vendrían otros, más prácticos, más utilitarios: sanar a los paralíticos, devolverles la vista a los ciegos, exorcizar a los endemoniados. Pero ese primer milagro consistió en conceder la ebriedad: en abrir puertas.

Abriendo puertas

The doors of perception. Una banda de músicos de aquel entonces se llamaba así, The Doors, explícitamente por eso: porque usaba drogas. Su cantante, Jim Morrison, murió luego de una sobredosis de algo.

De una sobredosis de adulteración del algo que fuera, porque las drogas no matan por sí mismas. Ni las llamadas blandas, como la marihuana, ni las llamadas duras, como la heroína. Son mucho más nocivas las drogas lícitas que las ilícitas: el alcohol, el tabaco, el válium, el prozac, la mismísima aspirina. Lo que mata en las drogas prohibidas es justamente el hecho de que están prohibidas; lo cual conduce, entre otros muchos males, a que sean adulteradas con toda suerte de sustancias, desde la cal de las paredes hasta la estricnina de las ratas, por los gángsters que manejan el negocio. Y si lo manejan gángsters es justamente porque es un negocio prohibido.

¿Y por qué están prohibidas, si son inofensivas e inclusive benignas? La marihuana, por ejemplo, no sólo es una abridora de puertas de la mente y del cuerpo, sino que tiene además toda suerte de usos medicinales. Desde hace cinco mil años, desde los tiempos del emperador Chen Nun, los chinos la han usado como analgésico para los dolores reumáticos y para curar el estreñimiento. Y actualmente, en los propios Estados Unidos que en teoría la prohiben, se usa para tratar achaques tan variados como el glaucoma y la epilepsia, la esclerosis múltiple, los calambres menstruales, la náusea producida por las quimioterapias para el cáncer, la anorexia; veinte más. Pues resulta que las drogas, aunque sean inofensivas y útiles para la medicina, están prohibidas porque son peligrosas para las autoridades. Porque son un camino de libertad, y en consecuencia se oponen al orden establecido, que está establecido sobre la pasión de prohibir: de controlar.

Son peligrosas para las autoridades: de ahí la falacia, inventada por las autoridades, de que son peligrosas para quienes las usan. Y lo son, sin duda: nada es inocuo; si no produjeran ningún efecto, no serían drogas. Pero esa falacia se ha inflado desmesuradamente hasta convertirse en absurda y criminal “guerra frontal contra la droga” en la cual se han embarcado todos los gobiernos del mundo encabezados por Estados Unidos, porque a las autoridades no les conviene que los individuos sean libres. No pueden tolerarlo, porque va en contra de su esencia. En consecuencia, el uso de las drogas, que liberan, ha sido calificado por las autoridades como un delito, como una enfermedad, como un pecado, algo que debe ser prohibido, y castigado.

Vino, pues, la guerra frontal contra la droga, decretada por el gobierno norteamericano de Richard Nixon. El consumo de drogas, por supuesto, aumentó, se diversificó, y creció el negocio. Pero esa es una historia larga y complicada. Aquí voy a hablar solamente del efecto que esa guerra tuvo sobre la marihuana que fumaba yo. La acabó.
Yo fumaba, como he dicho, hierba de la Sierra Nevada de Santa Marta, que era, decían, la mejor del mundo. La primera medida de la nueva guerra que afectó a Colombia fue la fumigación con paraquat, un defoliante que les había sobrado a los norteamericanos de la guerra del Vietnam, de las plantaciones de la Sierra. Entre estas y la fumigación fueron arrasadas nada menos que 150 mil hectáreas de bosques de la Sierra, y la hierba que allá se producía quedó envenenada durante años. Ahora sí era perjudicial para la salud. La consecuencia fue que, si hasta entonces los marihuaneros gringos compraban su hierba a los marimberos colombianos, a partir de entonces los marihuaneros colombianos tuvimos que empezar a comprar hierba norteamericana de importación: la famosa ‘sinsemilla’ de California, gracias a la cual los Estados Unidos se convirtieron pronto en lo que siguen siendo hoy: el primer productor y el primer exportador (además del primer consumidor) de marihuana del mundo.

Ese resultado me pareció perverso; y, si había sido deliberadamente buscado, me pareció diabólico. Es cierto que, con el paso del tiempo, la producción colombiana de hierba se ha recuperado considerablemente, ayudada entre otras cosas por el cambio de énfasis en la guerra antidrogas: se empezó a considerar más importante destruir las plantaciones de coca (y posteriormente también de amapola), y la marihuana fue dejada relativamente en paz. Pero consideré intolerable la idea de que mis pesos se transformaran en dólares que, a través de los impuestos de los marimberos californianos, ayudaran al gobierno de Estados Unidos a mantener la guerra. Y dejé de fumar marihuana.

Me dediqué, en cambio, a escribir contra la política de los gobiernos de Estados Unidos. Es otra droga. Otra puerta hacia la libertad.

El siguiente es un proyecto de la Alcaldía de Medellín para mejorar el índice de asistencia a las bibliotecas públicas del municipio





lunes, 25 de octubre de 2010

Sin novedad en el frente, de Erich María Remarque



¿Cuánto vale la vida de un hombre insignificante en medio de una matanza de 31 millones de personas? ¿Cuánto cuesta luchar por una causa ajena a nuestra propia causa? ¿Cuántas vidas se deben perder para que dos coaliciones políticas y militares en guerra reconozcan su derrota o su triunfo pírrico? Las respuestas que usted muy seguramente es incapaz de imaginar las escribió un soldado alemán que luchó junto a Hitler en la matanza más sangrienta de toda Europa. Antes de Auschwitz. Antes del conflicto del Golfo Pérsico. Antes del fin de la Antigua Yugoslavia. Antes de toda la bazofia bélica de los últimos 90 años, Erich María Remarque luchó en la Primera Guerra Mundial y fue blanco de los soldados ingleses y de los estadounidenses y de los franceses, y vivió para contarlo.

Por eso, las gracias. Otro santo de mi devoción.

Y Hitler combatió junto a él, aunque ambos siguieron rumbos perpendicularmente distintos. Uno se hiso dios de los nacionalistas germanos por doce años. El otro se hiso escritor. Uno alcanzó a controlar medio continente y se convirtió en el ejemplo a seguir para todos los dictadores latinoamericanos. El otro huyó de su país y se hiso amante de una de las mujeres más deseadas de Hollywood, la sicalíptica y rijosa Paulette Goddard, la muñeca de porcelana más fina después de Greta Garbo y Marlene Dietrich en sus mejores épocas.

Añado que ambos son hombres de admirar, porque los dos, Hitler y Erich María Remarque, fueron genios. Hitler tenía un genio macabro, un genio reprobable que rechaza toda la sociedad, pero fue un genio después de todo. Nadie puede negar que no se tiene que ser un tipo lúcido para convertir a los alemanes en autómatas racistas de mierda, ni que no se debe tener LA sagacidad suficienTe para convertir a Alemania en una verdadera amenaza mundial.

¿Pero de qué me sirve explicarme frente a usted, mi querido y negligente lector? Mi orgullo y mi dignidad me indican que una persona como yo debería lanzar sus opiniones sin impotarle lo que piense un tarugo mediocre como usted. Decir, pues: HITLER FUe UN GENIO, y permitir que usted se escandaliza y que me acuse por hacerle apología al crimen de un genocida...

Y Erich María Remarque también fue un genio. No sólo por lo que escribió, que ya es suficiente mérito, sino por las mujeres que se llevó a la cama, que también es algo de admirar, aunque eso no venga al caso. En este blog tenemos como prioridad los atributos literarios de todos los autores de los que hablamos. Por tanto, la actividad sexual quedará al margen por lo que reste de ésta humilde columnita de opinión.

¿Por qué debemos leer a Remarque? Por lo mismo que debemos leer a Céline, pero ya que estoy seguro de que nadie sabe por qué razón hay que leer a Céline lo diré de una buena vez: porque tanto el autor de Sin novedad en el frente como Céline tuvieron la suficiente lucidez para aprovechar su suerte, ya que sólo por medio de la suerte se habría podido salir con vida de una matanza como la que ambos presenciaron. La Gran Guerra. El uno combatiendo desde el frente alemán y el otro desde el francés.

Este azar es lo que nos hace indiferentes. Hace unos meses estaba en un refugio subterráneo, jugando a las cartas; al cabo de un rato me levanté y fui a visitar a unos amigos, en otro refugio. Cuando volví, del primero no quedaba nada; lo había destrozado un obús de gran calibre. Regresé de nuevo al segundo refugio y llegué tan sólo a tiempo de ayudar a desenterrarlo. En el intervalo lo había hundido una explosión. Tanto puede ser herido por azar como por azar conservar la vida. En un refugio hecho a prueba de bombas puedo quedar destrozado y, en campo raso, puedo permanecer 10 horas seguidas bajo el fuego graneado sin que me produzca ni un simple rasguño. No es sino por simple azar que el soldado conserva la vida, y cada soldado cree y confía en el azar.

(Pag. 54 de Sin novedad en el frente.)

¿No crees en el azar, matriovska? Más te vale que sí, porque todo el poder que crees tener sobre tu vida se puede apagar en un accidente de tránsito o por medio de una bala perdida.

Lee a Borges y a Auster. Lee a Céline. Pero primero lee a Remarque.

viernes, 8 de octubre de 2010

Ibargüengoitia: la sonrisa de la hiena


Lo peor que le pudo pasar a Ibargüengoitia fue que Marta Traba lo hubiera invitado a un congreso de escritores para matarlo. Era 1983, tenía 55 años y vivía en París, y había pasado los últimos cuatro años de su vida escribiendo su último libro. Ya era un escritor maduro, aunque no muy conocido. Aun hoy no lo es. Sus primeros trabajos literarios fueron publicados a partir de 1954, pero no fue sino hasta 1965 que se conoció su primera novela, a la que le siguieron otras seis, entre las que se encuentra la que me leí yo durante mi última estancia en Medellín y otra que compré por un precio irrisorio en el pasaje de La Bastilla, que es una de las calles más sórdidas de la capital antioqueña: Dos crímenes.

Una vez mi mujer me dijo que si el fin del mundo comenzaba alguna vez iba a arrancar en La Bastilla. Yo no tuve otro remedio que darle la razón, pero si no comienza ahí, le dije, comenzará en El Ubérrimo y si ahí tampoco es la cosa entonces comenzará en la Procuraduría de la Nación, que es en donde Ordoñez aplasta su culo para condenar a los políticos ateos de la oposición.

La novela de Ibargüengoitia se la compré a un viejo que tenía pelos en las orejas y un cigarrillo en la mano, que me asqueó. Le solicité que me dejara ver su stock y me señaló dos cajas arrumadas junto a la acera de la calle. Ahí estaba el libro en cuestión, que narra la aventura de un militante comunista que es juzgado por un crimen del que no es responsable. La historia se cuenta en 140 páginas más o menos, y es un ventaneo a la sociedad mexicana de los años 60 (que yo nunca he conocido, pero que cuando tuve la oportunidad de ver descrita en la obra de Ibargüengoitia se me pareció tanto a la colombiana que a la larga no tuve la menor duda de su veracidad). El parentesco cultural de los dos países es sorprendente. La culpa debe ser del cine y las rancheras, o del hecho de que ambas naciones desciendan de la misma madre prostituta. En ambos países se derrocha hipocresía por igual, y la estupidez de los poderosos es la misma, incluyendo su miedo a ser descubiertos como impostores ridículos y retardados. Pero ése es un mal de género, si no estoy mal: un vicio colectivo, y aun así, en vez de representar un defecto o un lugar común en la obra del autor de La ley de Herodes, lo que hace es rebasar los límites de su cultura para retratar la idiosincrasia de toda Latinoamérica, en donde también se percibe la doble moral de sus habitantes y el patriotismo insípido de aquellos empoderados, caciques y latifundistas dispuestos a defender la propiedad y su capital privado a toda costa.

A Ibargüengoitia, por otra parte, lo conocí leyendo la tercera de sus novelas, que se llama Estas ruinas que vez. Lo leí en dos días que no me sirvieron para nada más. Llegué a Medellín porque mi ex casera me escribió un correo  en donde decía: “Señor Ismael, los bártulos que usted me dejó para que cuidara (una mesa, una silla, una canasta para la ropa sucia, un colchón) van a ser rematados en el Bazar de los Puentes por mora en sus pagos mensuales. Acordamos una suma que usted liquidaría durante cada uno de los meses en que sus posesiones estuvieran en mi casa, y ya ha pasado casi un año desde su última consignación. Aténgase a las consecuencias.”
Dada la situación, decidí conseguir la plata que le debía a mi acreedora y algo más para costearme el viaje. Recuerdo que en ese momento, además de necesitar la marmaja, estaba tratando de digerir un ánimo de perro enfermo y triste que tenía de atrás y ya me faltaba poco para acabar con mi vida entera de un solo zarpazo. Me fui a trabajar a la finca de un viejo canalla que odié y luego quise y luego volví a odiar. No solo para conseguir los viáticos de mi viaje, sino para rehabilitar mis nervios con un poco de sudor y trabajo duro. El viejo, que además de canalla es sabio y ha leído muchos libros, me dijo el día de la paga que yo era el peor trabajador que había contratado jamás, pero a diferencia del resto aun no me había convertido en un pobre y completo hijueputa.

- Llévese este libro para que se ría una migaja y se le quite ésa cara de culo que tiene.

Así conocí a Ibargüengoitia.

Cuando llegué a Medellín descubrí que mi ex casera se había ido de la ciudad y no regresaría sino hasta dentro de dos días.

Vagué por el centro del distrito y me senté en muchas partes mientras leía la historia, que se centra en un intelectual de provincia que se emborracha y hace el amor y dicta clases en una universidad que bien podría ser la Universidad de Antioquia (aunque no lo es). El municipio en donde trabaja se llama Cuévano, pero podría ser Medellín y el protagonista, que se llama Francisco Aldebarán, podría ser cualquier profesor soltero-hombre que tenga un hígado de hierro y una debilidad comprobada por el sexo. Por eso cuando uno lee a Ibargüengoitia también descubre la imagen de su propia provincia reflejada en cada página, y entonces se comienza a notar que los académicos, los políticos y los militares de nuestro propio terruño son como el elenco de una comedia ridícula que podemos avistar desde la primera fila.

Así es.

Ibargüengoitia fue, sobre todo, un escritor dedicado a escarnecer las vidas de sus vecinos y señalar su estupidez sin límites. Eso significa que todos estamos mal del coconut, todos somos o podemos llegar a ser unos monigotes cretinos, pero aprendemos a fingir muy bien, sobre todo cuando estudiamos y adquirimos méritos o accedemos al guiño de los gobiernos. El poder suele ser el mejor disfraz de los bodoques. También la riqueza. También el éxito profesional. Un procurador como Alejandro Ordoñez, por ejemplo, es un político respetable, pero si lo destituimos de su cargo y le quitamos los pantalones talla 46 no queda nada. Ni siquiera un intelectual. Queda un sofista, y eso es lo peor que le puede pasar a un país, porque los sofistas son políticos capaces de llevar a su pueblo a una guerra santa.

El hombre más respetable de mi pueblo era un ex alcalde paramilitar que solían presentarnos en el colegio como un modelo a seguir. Ibargüengoitia se reía de sí mismo, de su fealdad y de su pobreza, pero también desmitificaba a personajes asquerosos como ése. Imaginaba los detalles de su vida privada y los presentaba al público, mostrando sus fiascos sexuales, su miedo, su amargura, su terrible falsedad y su hipocresía.

Entonces se reía como una hiena.

Pero, ¿cómo se consigue aguzar la mente y descubrir que todo lo que nos rodea se encuentra propenso al sarcasmo y la burla? A fuerza de trabajo y de rabia y de buen humor. Los tres ingredientes de la crítica capaz y la ironía. De ésa manera se consiguen cosas como ésta:

"El soldado mexicano es el mejor del mundo porque aguanta sin comer más que ningún otro. Está bien decir: otros ejércitos han ganado batallas, pero ninguno ha pasado hambres como el nuestro”.

O ésta:

"El indio es mañoso y no le gusta trabajar. Es la causa fundamental de nuestro subdesarrollo."

O ésta otra para terminar:

"Desde el jardín del Tresillo puede verse una cruz en la punta del cerro del Meco. Esa cruz marca el lugar en donde tuvieron un duelo a pistoletazos dos jóvenes cuevanenses por el amor de una de mis bisabuelas. Cuando todavía estaban contando los pasos uno de los duelistas se dio la vuelta y disparó sobre la espalda del otro. Con esto acabó el triángulo, porque uno de los enamorados murió, el otro huyó avergonzado y mi bisabuela casó con un tercer pretendiente, menos joven pero más rico que los otros dos."

Cuando se montó al avión Ibargüengoitia llevaba entre su maleta el borrador de su última novela. El 27 de noviembre de 1983, sin haber atravesado el Atlántico el vuelo Boeing 747 de Avianca se estrelló en Mejorana del Campo, en suelo español. En el accidente desapareció Marta Traba, su marido el crítico uruguayo Ángel Rama, el novelista peruano Manuel Scorza y el Premio Casa de las américas del año 63, y con él su octavo libro, que se consumió entre las llamas. ¿No acabó ahí el boom latinoamericano?

el niño elegido

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Sagan Vs el feminismo



Las feministas tienen cara de lesbianas. Las feministas son un grupo de perras que se huelen el culo entre ellas y rechazan el embarazo. Las feministas son unas tarugas que confunden la dignificación de la mujer con la usurpación de los roles sexuales. Cuando una feminista piensa en su vagina la ve como un pene hacia dentro, un pene sin cojones, y ninguna se queja porque se subestime su fuerza y su agudeza mental, sino porque no tienen un lugar en los salones para hombres ni en sus burocracias. Su lucha se basa en la consigna del resentimiento contra todo lo que pueda significar debilidad de género. La delicadeza, la vanidad, la sensiblería de las mujeres que esperan a su hombre en el tálamo es para ellas un tumor maligno que nace en la familia y se desarrolla en la sociedad. ¡La culpa es de la cultura! El poder masculino es injustificado, porque se basa en su fuerza bruta, en su hombría, en el tamaño de la verga. No en su espíritu, y cuando una damisela tiene un espíritu poderoso eso quiere decir que puede hacer cualquier cosa: descargar bultos de plátano, orinar de pié, matar gente desde una trinchera e incluso aspirar a la emancipación de más hembras para crear un boicot contra el yugo del glande.

JAJAJAJA…

Zorras.

La fémina debe renunciar a su feminidad para que las lesbianas feministas del feminoide club la acepten fementidamente. ¿Te gustó mi poliptoton, princesa? ¿No? Pero si ni siquiera sabes lo que es un poliptoton. Mejor súbete la falda y déjame eyacular poesía dentro de tu coño… Así es, hermosura, el sometimiento también hace parte de la feminidad, como la sabiduría y los secretos, como los desinfectantes para la vulva y los hechizos de magia blanca. ¿Por qué renunciar al legado que a las abuelas europeas les costó tanto atesorar? ¿Por qué renunciar al poder que tienen en la cama las esposas de los generales y los emperadores? Si Lorca hubiera nacido mujer ningún franquista le habría disparado en las costillas y sería él quien desvirgara a Dalí antes que Gala la golfa. Si yo fuera mujer sería multiorgásmica y recibiría un amante distinto cada noche de luna, porque ser mujer tiene sus ventajas: toda la poesía amorosa que se ha escrito hasta el día de hoy, por ejemplo, se ha dedicado a su altar de Venus, a su templo del sacrificio, al fruto jugoso de su chimba, mientras que ninguna poetisa a escrito jamás una oda al bálano de su amante o al escroto peludo del adolescente en flor.

¿Algún reproche de las mininas?

Claro que por más ventajas que tengáis ninguna llegará a tener mi inteligencia sobrenatural ni mi talento para la culinaria

Por otra parte, las heroínas de las feministas nunca quisieron usurpar el papel que desempeña el macho de la especie. Podían ser lesbianas, podían ser drogadictas, podían ser las matronas más desgraciadas de cuantos seres tuvieran un par de Trompas de Falopio junto a los riñones, pero ninguna aspiró a otra cosa que no fuera el amor de uno o varios sementales. Frida Kahlo es una santa. Lucha Reyes es una leyenda. Janis Joplin es un ángel caído y Simón de Beuvoir una semidiosa.

Todo esto para hablar de una sola diva del hembrerío: Françoise Sagan.

Lo primero que voy a escribir es que Sagan lo tenía todo para convertirse en heroína: triunfó en un mundo de hombres cuando apenas tenía 18 años, se acostó con damiselas y caballeros por igual, se hiso narcodependiente a los 33, protagonizó escándalos y se murió en la miseria. Si el índice de lectura en este país fuera un poco más alto Sagan tendría un club de admiradoras en Facebook y las niñas con edad de querer follar leerían sus novelas con fruición y desparpajo. Sagan consiguió lo que pocos escritores con su primer libro: hacerse con la respeto de todos los lectores galeses de su generación. Un éxito precoz y dañino para algunos que sí tuvieron que trabajar por su prestigio, pero un talento que no podía pasar desapercibido para otros, que después de leer las 140 páginas de “Buenos días, tristeza” (narradas por una adolescente que yo siempre me imaginé como mi vecina de 14 años, pero que al final tuve que reemplazar por la cara de Jean Seberg en celuloide) declararon al pequeño monstruo de las letras francesas como una integrante más en el hall de la fama, junto con Sartre (que se la comió en su apartamento del rue Le Regrattie ), Mauriac (que sólo se quiso acostar con ella mientras pensó que era un niño), Camus (que nunca se la comió porque le dijeron que tenía sífilis) y otros artistas como Balthus y el pornófilo de Robbe-Grillet.

Así empezó el ascenso de Sagan con su cara de hermafrodita. Luego comenzó a caer. Derrochó fortunas y escribió. Fue a la cárcel y escribió. Vino a Colombia (en donde casi se muere de sobredosis) y escribió, hasta que colgó las zapatillas a los 69 años mientras vivía de la caridad de sus admiradores y el gobierno estatal intervenía sus derechos de autor como multa por ingresos no declarados.

Ahora me temo que gracias a mí las feministas hayan encontrado una nueva santa sin canonizar. Por eso repito, ninguna heroína fue feminista. Todas ellas se revuelcan en sus tumbas.

lunes, 30 de agosto de 2010

Literatura del odio: Vian en la comuna 13



Hacer las maletas es una expresión común, no figurativa. Significa que uno se va. Iba a empezar este párrafo escribiendo: “mañana hago las maletas y me voy de este país de mierda que es Colombia”, pero me di cuenta de que era una vaguedad. ¿Qué maletas? Si las meninas se pudieran cargar en maletas me compraría una. Las uñas no necesitan maleta, ni el pelo ni los piojos. Aquel que necesita equipaje paga más por kilo en el avión. En otro tiempo tuve siete cajas llenas de libros, pero ¿y qué? nadie debe cargar un equipaje que pese más de lo que soporta su culo cuando se sienta.

En mi caso me quedo con los piojos.

Decía que iba a empezar el párrafo de marras diciendo una imprecisión. Cuando me vaya levanto mi culo y me llevo mis piojos. Pero nunca lo digo en serio. Soy desmedradamente (iba a escribir desmadradamente, pero sé que este blog lo leen las niñas y los menores de edad) honesto. Soy desmadradamente embustero. (¡Al diablo con las niñas y con los menores de edad). Y también soy contradictorio, pero lo realmente cierto es que nunca digo una mentira a menos que se trate de un asunto de vida o muerte. Por ejemplo: desde que comencé a escribir mi primera novela creo en la mentira más bonita del universo: Dios existe. Los evangelistas también existen. Uno de ellos escribió Lolita. Otro escribió la saga de los Sartori. El último que descubrí escribió una novelita negra a la que le puso como nombre una promesa de desprecio: escupiré sobre vuestra tumba.

(Por cierto, el mecías vendrá y nos hará el anilingus a todos.)

Dice el evangelio que el odio no es una enfermedad colombiana como pensábamos todos nosotros. La estupidez sí, de Jota Mario para abajo (hacer clic en el vínculo o irse a que den por culo). Pero el odio no, porque se transfiere de hijo de puta a hijo de puta sin discriminaciones de ningún rango. El evangelista se llama Boris Vian, Vian de Viaña, de la casa de Galicia o Navarra. De las montañas de Burgos, y nos explica su mensaje por medio de una parábola: un negro albino llega a una ciudad y se pone a trabajar en una tienda de libros. Su hermano menor fue asesinado a manos de tres blancos. El negro planea vengarse, y como es inteligente y ha leído unas cuantas cosas, aguarda con paciencia. Pronto conoce a dos hermanas hijas de un ricachón. Las viola y las mata. Así se venga de los asesinos.

¿Qué te parece?

¿Quieres entender la realidad colombiana? ¿Por qué Medellín está plagado de matarifes? Lee a Boris Vian. Lee El cobrador, de Rubén Fonseca. Hay días en que yo mismo quisiera salir a matar, pero no tengo los cojones, ni amigos poderosas para salir ileso de la cárcel. Los pobres de la Comuna 13 sí que tienen cojones, y ya empezaron a cobrar lo que les deben. Les deben la escuela, la casa, la nevera. Les deben el sexo con las teenagers de RCN. Les deben todo… etc

lunes, 2 de agosto de 2010

"Si vas a matar a alguien procura que no esté bien relacionado" (Una vela encendida para Kurt Vonnegut)



Quienes lo conocieron no encontraron en él un evangelio ni una doctrina, ni una escuela literaria para neófitos ni mucho menos un método de aprendizaje solícito. Encontraron a un hombre convertido en mito, pero que al mismo tiempo ostentaba la figura y la personalidad de alguien al que los años lo fueron haciendo cada vez más frágil y humilde, hasta el punto de mimetizarlo entre la morralla de cualquier pueblo o ciudad de América. Y cuando el anciano murió nadie que no hubiera leído sus libros ni oído sus conferencias derramó ni una sola lágrima por él, ni encendió una vela para alumbrar su imagen ni se bebió un litro de licor en su memoria. Algunos de sus lectores póstumos le rindieron tributo de la mejor forma en que pudieron. Otros más adelantados releyeron sus obras para reencontrarlo allí y recordar la finura de su humor, pero siguieron con su camino, porque el maestro nunca quiso convertirse en guía de nadie, sino acompañar a los que le conocían como un amigo que nos escucha sin juzgar nuestros actos, que nos cuenta sus mejores historias y que luego se va para que al final recorramos nuestra propia ruta de libertad.

Matadero cinco o la cruzada de los niños, de Kurt Vonnegut:

En 1945 cuatro soldados de la Infantería de los Estados Unidos quedaron aislados de su escuadrón durante la batalla de Bulge, al sur de Bélgica. Uno de ellos era Kurt Vonnegut, un cadete de 23 años que lucía un par de botas desastradas y que había sido enrolado un año atrás en Indianápolis. Vonnegut hacía viajes en el tiempo, a lo Wells, pero nunca necesitó de una máquina decimonónica para escudriñar su destino. Vonnegut sólo necesitaba cerrar los ojos y aparecer en una época de su vida distinta a la anterior, montado sobre una mujer con tetas de parturienta, en un motelito de Ilium, en Nueva York, o haciendo el papel de rata de laboratorio en un planeta desconocido, dentro de una celda adecuada para su especie, después de haber sido secuestrado por un platillo volador. Pero en 1945, después de la batalla de Bulge, Vonnegut aun no sabía que tenía esa dote particular, y dos de sus compañeros fueron abaleados por la espalda mientras se intentaban entregar a las tropas enemigas. Los sobrevivientes, Vonnegut y un tal Roland Weary, fueron capturados mientras se batían a cuchilladas y daban vueltas entre la nieve. Vonnegut es un apellido alemán, pero él era americano. El comando que los encontró sí era alemán, y los trasladó hasta una vieja casa de piedra, ubicada a unos dos kilómetros de allí. Desde el emplazamiento formaron una fila con otros prisioneros y marcharon hasta un camino poblado por una marea de soldados heridos y enfermos. La marea de combatientes era inmensa, pero se hiso más grande en la medida con que encontraban tropas tributarias en los caminos aledaños. Cuando arribaron a la frontera alemana Weary tenía los pies como dos masas sanguinolentas y Vonnegut ya había ido y vuelto en el tiempo lo suficiente para saber que años después compartiría cautiverio en un zoo extraterrestre con una de las actrices porno más famosas de la época. Pero eso sólo sucedería años después, tras haberle sembrado su semilla a la mujer con tetas de parturienta y haber tenido, como consecuencia, dos hijos estúpidos. Por entonces, Vonnegut apenas conocía a algunas churrianas europeas dispuestas a mamárselo por comida o por un cigarrillo o por menos que eso. Vonnegut tenía 23 años y no sabía lo que era el amor, ni siquiera sabía lo que era el patriotismo. Alguien le calzó unas botas y le puso un rifle automático en las manos y le dijo que debía disparar contra todo aquel que no ondeara su bandera. Entonces lo embarcaron y llegó a Francia y luego a Bélgica y ahora estaba ahí, en la frontera alemana, esperando en una estación de ferrocarril con la secreta maldición de saber cómo morirían todos sus compañeros.

Y recordó una canción que le subió el ánimo y que cantó con voz apagada:

Estoy sentado en mi celda de la cárcel,
Con los calzoncillos llenos de mierda.
Y mis pelotas rebotan contra el suelo,
Y veo el miembro sangriento.
Debido al mordisco que ella me dio,
¡Oh!, jamás volveré a follar con una polaca.


Y el chico sonrió. Luego fue embarcado en un tren cuyos vagones sólo tenían una pequeña claraboya para respirar. Durante varios días la claraboya fue el único contacto que el grupo de prisioneros tuvo con el resto del mundo. Por ella se sacaban las tasas llenas de excremento y las botellas que todos utilizaban para mear. Vonnegut permaneció de pie durante todo el trayecto, yendo y viniendo por la línea del tiempo, como un cohete que surca el cielo y rebota en el horizonte hasta el infinito. Un instante son todos los instantes, se decía. Mi muerte sucederá, sucede y sucedió, respectivamente. El paisaje se hacía cada vez más frío y Vonnegut sabía hacia dónde se dirigía la locomotora, sabía cuántos de allí perderían la vida y cuántos regresarían a su país; sabía que su destino era sobrevivir y entendía, por último, que su único deber era escribir su historia: Matadero cinco o la cruzada de los niños.

Un título magnífico.

120 páginas PDF.

Léelo o muere.

martes, 20 de julio de 2010

Bicentenario de Colombia

lunes, 19 de julio de 2010

El humor de la melancolía, de R. H. Moreno Durán



Si yo fuera R. H. Moreno Durán le hubiera puesto a mi libro de cuentos un título más pestífero, como El olor de tus depravaciones. Pero es normal que una editorial prestigiosa como Alfaguara no permita que el rótulo escogido por uno de sus autores aluda a la flema genital que le da al buen sexo el olor que todos conocemos: pescado seco + axila de orangután + olor a culo.

Eso está bien decirlo, aunque sea una vez. El sexo debería dar asco, pero en cambio nos la pone dura y nos hace enamorar de la crica más joven y menos hirsuta. Pero no hay problema. Los seres humanos somos asquerosos por naturaleza. El sexo es un asco. La vida es un asco, y aun así todos somos felices viviendo y copulando et alia.

Pero en El humor de la melancolía el autor no cree que el sexo sea un asco. La vida es un asco, pero el sexo no lo es. El sexo, por lo contrario, lo es todo y por eso se convierte en el impás de cada una de sus historias, aunque impás no sea el término que buscaba, a menos que me esté refiriendo a un anti- cuento como los de Stanislaus Bhor. Para corregirme, el intríngulis de los cuentos de Moreno Durán es el SEXO; el SEXO y el AMOR; el SEXO más el PORNO más AMOR. Una combinación letal, adornada con el humor fino de un erotómano experimentado.

Pero no se puede reducir la calidad literaria de un libro a la cantidad de pajas que nos hacemos mientras lo leemos ¿o sí?

No, no se puede. Las pajas no cuentan. Lo que cuenta es la destreza del narrador intradiegético para convertir un coito y las circunstancias que lo rodean en un albur (sic) lleno de elegancia, con línea narrativa incluida. Eso son los cuentos de Moreno Durán. Eso es El humor de la melancolía, un producto del diletantismo y la depravación, made in Colombia. Un rito de inteligencia sicalíptica. Un sueño con Wendy Guerra haciéndonos el pollo asado (a ver quién sabe cómo se hace el pollo asado) mientras recita la Divina Comedia y nos instruye y nos hace sabios.

(Nota: Podría ser cualquier mujer. Todas guardan una sabiduria secreta en el coño y el espíritu, como afirma la Pinkola.)

El problema es que, usualmente, los escritores como Moreno Durán no constituyen un plato fuerte para las editoriales. Las editoriales son como chulos o proxenetas que aceptan en el negocio únicamente a escritores con buenas oportunidades de ser vendidos, y un escritor vendible es un escritor con buena imagen, fácil de digerir, que se deja follar por el lector sin interrogarlo, sin cuestionarlo ni darle un golpe en la cara, y que luego es desechado como basura. R. H. es algo distinto. R. H. es la puta experimentada que no se lo da a cualquiera, pero que es tan buena en lo que hace que ni los prostíbulos más visiados (Alfaguara, Planeta, etc) le pueden negar una licencia de trabajo para que folle en sus casas.

¿Te gustó mi analogía, bitch?

El humor de la melancolía es un libro condenable, y por eso es bueno. Todo libro que contenga las palabras ano glande y boca en su justa proporción es condenable, y vale la pena leerlo.

jueves, 8 de julio de 2010

El pecado de Onán


Escribir sobre el pecado es un acto de narcisismo o una autoflagelación. En mi caso son ambas cosas. Lo primero se corresponde con lo segundo, y viceversa. Recuerdo algunos despropósitos de los que tomé parte o fui protagonista en mis años de adolescente imbécil, y no me enorgullezco, aunque tampoco quisiera borrarlos de mi vida, porque sé que, de cierta forma, uno siempre está en deuda con su pasado. Pero también tengo experiencia en delitos morales de los que me puedo vanagloriar, como cuando fui de vacaciones a la finca de mi tío Nepomuceno, en Chigorodó, y mantuve una relación íntima con mi prima. Ésa fue la primera navidad que pasé lejos de casa, expuesto al clima caluroso y lúbrico de la costa antioqueña, y también fue la primera vez que hice el amor en un potrero, a la luz de las estrellas, como un conejo en celo que se agita bajo la mirada de un depredador.

Claro que, dadas las circunstancias, el único depredador factible era mi tío, pero él no estaba ahí. Nuestro testigo presencial fue un burdégano que dormía la mona en un ángulo del establo y entreabría los ojos con estupefacción o con indiferencia. Tal vez con lo último mucho más que con lo primero, aunque la inapetencia sexual de los burros no sea su virtud más famosa. El hecho es que, con el tiempo, mi tío comenzó a notar ciertos cambios en la forma de caminar de mi prima, y en el mes de enero tuve que salir de su rancho y volver al sur del país. Pero ésa no fue la primera vez que pequé, ni la última; lo hice muchas otras veces, cuando me quedaba solo en casa y me quitaba la ropa y me masturbaba frente al espejo de la cómoda de mis padres, o cuando miraba por la rendija de la puerta mientras la empleada de servicio se desvestía en su cuarto. Aprendí a pecar con la misma naturalidad con que cagaba o hacía otras cosas normales, pero no le contaba mis pecados a nadie, por intuición. Cuando pasé por el segundo sacramento católico (la primera comunión) le dije al cura que me confesaba: «Padre, perdóneme porque soy muy mentiroso», y salí de allí con la consciencia limpia, porque sabía que ésa era la moral que imperaba en mi familia y en todo el país, una moral farisea e hipócrita, que intenta controlar la conducta de cada individuo, pero que lo único que logra es aumentar el cinismo de los que apedrean pecadores en la plaza pública mientras su alma se pudre en el tedio y la náusea.

La moral es maniquea. Las cosas son buenas o malas. El ser humano es bondadoso o perverso. Ninguna religión ha aceptado nunca la complejidad del hombre, y cuando una persona, de por sí sujeta a ciertas pasiones, es adoctrinada bajo los parámetros de una ley implacable, sólo se puede convertir en dos cosas: o en un feligrés plagado de conflictos personales, débil a la tentación y mártir de la culpa, o en un monstruo, capaz de cometer los crímenes más perversos, pero ávido de las misas y las ostias.

En otras palabras, lo que se obtiene es a un sector de la sociedad conformado por pobres desgraciados y otro integrado por gente infame. Son muy pocos los jóvenes que logran separarse de una herencia así. Para conseguirlo se tiene que haber vivido mucho, se tienen que haber leído muchos libros, emprendido varios viajes, se tiene que haber visto el grado de bajeza al que podemos descender antes de lograr hacernos de una especie de equilibrio ético. Con frecuencia, los que hacen esto suelen tener una vida más feliz (o quizás más llevadera) que la de sus padres, pues las personas con fama de correctos y virtuosos casi siempre son huraños y agrios, mientras que aquellos que se permiten caer en la tentación moderada, son mucho más alegres, y pueden ser tan correctos y virtuosos como los primeros, si se lo proponen.

Las pasiones que componen nuestro pathos no se pueden reprimir. Pecar es un arte que requiere tacto y medida, no contención. Por eso, cuando uno ve a un tipo feliz como el padre chucho, se pregunta: ¿Cómo se puede tener la cara tan idiotamente risueña y a la vez lucir una moral tramoyista? Algo debe estar fallando, y la solución no se limita al hecho de que exista una excepción que confirme nuestra regla. La respuesta es bífida, como la pulcritud de las mujeres: Uno, los millones de pesos que gana chucho con su programa y sus misas. Y dos, la vida secreta que suelen llevar los gazmoños como él, que terminan ardiendo en las llamas del infierno por su impenitencia, aunque en público no maten una mosca.

Pero la verdad es que cualquier persona podría asarse en el infierno, fuera del hecho de que exista o no un castigo eterno para los pecadores. Tal vez el infierno sea nuestra pesadilla más terrible, o el segundo eterno entre un disparo y la muerte de la persona que amamos. Tal vez el infierno sea el miedo al fracaso o la soledad. Incluso, podría llegar a ser lo que menos imaginamos, como una habitación cerrada en la que no sucede absolutamente nada. No se sabe, pero lo cierto es que cualquier alma puede entrar en el tártaro para purgar los crímenes más violentos. Y no es un problema de hipocresía clerical, o al menos no en su conjunto. Es un problema de rechazo y repudio, de negación sistemática hacia la malignidad del ser. Es una visión fanático del delito, al que representan como un magma infranqueable y ajeno que nadie debe cruzar, pero que se traspasa igualmente, con obcecación, porque, aunque sea difícil de creer, es muy fácil matar (basta con enceguecerse de la rabia o de los celos), es muy fácil violar (basta con tener la minga erecta y una grupa de adolescente indefensa), es muy fácil atracar (basta con ser pobre y haber nacido en Colombia). La diferencia la marcan los que sí aceptan su naturaleza mórbida, y la comprenden, y los que suelen juzgar al protagonista de un escándalo sexual, o de cualquier otro acto indebido, aun sabiendo que ellos podrían hacer exactamente lo mismo.

Cambio mil coños por un poco de amor, de Gonzalo Pineda


Luchar contra la injusticia es el sofisma más efectivo del periodismo. También es el sofisma del ejército nacional y del activismo político. Todos necesitan luchar contra algo para tener, como mínimo, una certeza en su vida: la de que existe otro fin aparte de pichar como enfermos. Pero no se necesita estar enfermo para pichar como ratas; se necesita plata, éxito y un par de libros bien escritos. De esa manera también se puede luchar contra la injusticia, como Martín Caparrós y J. M. G. Le Clézio, cuya enseñanza es la siguiente: se puede ser depravado y a la vez escribir para salvar el mundo. Amén.

Todo al mismo tiempo, como en una buena orgia.

Se hace periodismo, se habla de ética y se llega a casa a lamer el orto de nuestra amante. Así trabajan los reporteros de hoy.

¡Dios los bendiga!

Ahora ya sabemos por qué García Márquez decía que el periodismo es el oficio más bonito del mundo. Con el periodismo te puedes hacer famoso, puedes ganar premios, puedes convertir la miseria de una prostituta comida por todas las vergas de la ciudad en oro puro… y además te puedes comer a la prostituta, sin ascos. Todas nuestras madres fueron putas.

Pero, volviendo a lo que es mío, el mundo de la prensa no es todo un paraíso marxista. También está dividido en estratos. Arriba están las plumas de buena familia; digamos un Faciolince, que está montado en la tramoya del intelectualismo light. Bajo Faciolince (no se sabe si bajo su hombro, bajo su suela o bajo su ombligo, a la altura del falo) están los periodistas ambulantes, los free lance, de la escuela de Indiana Jones, que escriben sus reportajes con la mochila al hombro. Hollman Morris es el ejemplo más cercano. Luego, bajo los cojones de Morris, se encuentran los analistas políticos, que creen que su trabajo es más serio que el de los demás y completan un 69 indisoluble con sus colegas de la sección económica. (Ésta jerarquía me salió un poco porno ¿no?). Por último están los comentaristas deportivos, con el músculo de la polla a reventar. Y lo demás es basura.

¿Falta alguien? Si.

Más basura.

El ausente que mira al grupo y se masturba. Se corre encima de todos. El ausente que escribe crónicas para un periódico amarillista. El ausente que no quiere salvar el mundo; todo lo contrario, que quiere cagarce en el mundo y en la puta madre que lo parió.

El ausente se llama Gonzalo Pineda y su oficio lo aprendió en la calle, fuera de las academias. Fue un periodista empírico, pero de eso ya hace mucho tiempo. De haber continuado estudiando periodismo me hubiera gustado escribir crónicas rojas como Pineda. Me habría gustado revisar el cadáver de una víctima, preguntar por los detalles del delito, inquirir a los testigos, describir con frialdad lo que sucedió. Mi vida sería mucho más emocionante y tendría algo qué contar en mis borracheras.
Jamás me aburriría.

Pero Pineda fue el hombre, no yo. Un hombre con la verga bien puesta para escribir sobre la suciedad medellinense. Un crápula con conocimientos de retórica procaz, medianamente respetado por sus colegas y por su mujer, que entre otras cosas era una follona sin remedio a la que el escritor se vio en la obligación de dedicar su obra maestra: Cambio mil coños por un poco de amor.

Yo no sé por qué Pineda cambiaría mil coños por un poco de amor. Eso no lo responde en ninguno de sus relatos, ni en los metarelatos del apéndice final. Acaso la ancianidad lo volvió marica. Puede ser: la inmoralidad es una estatua hermosa que se labra con los años (aquí quiero mandarle un fuerte abrazo a Fernando Vallejo) y puede que nuestro autor, al final de su vida, haya descubierto su lado femenino.

Lo bueno es que nunca leyó a Thomas Mann. Ergo, nunca viajó a Venecia a buscar un efebo. Murió en su tierra, en Medellín, que es la capital nacional de la pedofilia.

En Cambio mil coños por un poco de amor Gonzalo Pineda logró lo que jamás logrará un corresponsal de la casa de nari, o del mundial o del Ministerio de Hacienda, y es convertir un trabajo periodístico en arte, como Capote en A sangre fría, sin guardar proporciones.

El problema con los colombianos es que nunca reconocen a sus genios cuando están vivos. Por eso Pineda nació y creció y se reprodujo con su esposa cachonda, pero nadie lo vio pasar.

Afortunadamente nos dejó un libro, su único libro, el tipo de libro que me gustaria obligarle a leer a todo el puto mundo con una Colt amartilada entre los riñones.

Así es.

martes, 18 de mayo de 2010

el indulto de un violador



La belleza candorosa de una impúber es la némesis de Roman Polanski. La sinécdoque de un anfiteatro poblado por sátiros incautos e impulsivos es un plano completo de Roman Polanski. La celda más apetecida por todos los presidiarios del mundo es el chalet suizo de Roman Polanski. La simiente que le extrajeron de la vagina a Samantha Geimer en 1977 provenía, definitivamente, del escroto de Roman Polanski.

Todos los hombres tenemos a un pequeño Polanski en el centro de los cojones, y en el caso de que el lector inhábil no sepa de lo que le estoy hablando, haré una reconstrucción de los hechos para la fortuna del pobre mequetrefe.

La hazaña tuvo lugar en la residencia del actor Jack Nicholson, en donde el director de cine franco-polaco accedió carnalmente a la joven Samantha Geimer, de 13 años de edad. El cineasta conoció a Geimer en una fiesta informal, en donde ésta respondió a las insinuaciones del acusado de forma “ambigua” y le acompañó en un viaje por carretera hasta una mansión ubicada en la Mulholland Drive de Los Ángeles. En la escena del estupro se encontraron varias botellas vacías de licor y una cámara fotográfica. Los padres de la víctima entablaron una demanda contra el director, quien fue recluido durante 42 días en una prisión estatal con el fin de que le fueran practicados los exámenes psiquiátricos correspondientes. Tras ser puesto en libertad condicional, Polanski huyó hacia Europa y se refugió en Francia. Algunos años después, Samantha Geimer retiró su demanda. Sin embargo, la justicia estadounidense consideró que la afectada no estaba en la habilidad de dictar el curso de un caso criminal, ni de examinar las pruebas que se presentaron en la acusación. Por este motivo, Polanski fue detenido hace siete meses en el aeropuerto de Zúrich, en Suiza, cuando se disponía a recibir un premio en homenaje por el conjunto de su obra, y ahora espera su extradición hacia una prisión del estado de California.

Resta decir que este correo pondrá en guardia a todo el gremio feminista de la capital departamental más mafiosa de noroccidente colombiano. Su iconoclastia fálica casi siempre las pone en contra de cualquier numen de burro garañón, como la que me inspira a mí para escribir.

Pero aun así, mis señoras, voy a fungir como abogado del diablo, para que me puedan insultar.

El primer argumento en defensa del viudo de la sabrosísima Sharon Tate (la hipérbole es para escaldar los ánimos) es que ninguna ley moral puede detener a un artista cuando ante sus ojos encuentra un objeto digno de su interés, porque el sentido de su vida está basado en la búsqueda de la belleza, y sólo un idiota tendría por prioridad su civismo puro ante la posibilidad de la hermosura. El segundo argumento consiste en que el artista no sólo posee la capacidad de crear la belleza, sino de contemplarla, y en el caso de una doncella en la cumbre de su esplendor, de convencerla para tupirle al miriñaque sin tener que llegar al acto sucio de la violación. El tercer argumento es el siguiente: no todas las niñas de 13 años son beatas respetables. Lo digo yo, que me he enterado de los casos más escandalosos de precocidad infantil que han tenido lugar en mi pueblo mugriento.

Por otro lado, ya que soy de la de Antioquia, y es ésta una de las pocas universidades públicas con la anuencia del Ministerio de Educación para formar guiñapos del new journalism oficial, podríamos practicar un ejercicio de equilibrio periodístico.

Todo sea por la imparcialidad.

Gracias a la imaginación y a la mano de la literatura, estableceremos un punto de comparación que nos ayudará a cubrirnos con el manto de la esquiva objetividad.

Esta es la situación: un niño de trece años es llevado en auto hasta una mansión opulenta. Su protectora es una actriz francesa de apellido Binoche. En la residencia, su anfitriona le propone entrar con ella en el jacuzzi. Se desnudan, se besan y protagonizan una escena de nanofilia procaz. ¿Qué cosa podría hacer un zagal además de sentirse agradecido si Juliette Binoche lo hubiera violado en los inicios de su pubertad? ¿Y si hubiera sido Wendy Guerra? ¿O si en lugar de una diva de nuestra época hubiera sido, gracias al milagro de la criogenia, Catherine Deneuve o la incontinente Lulú de la Caja de Pandora?

No nos vayamos a los extremos: sexo con menores de edad no siempre significa que hubo una violación. La senadora Gilma Jimenez dice que sí, pero es porque ella nunca folló antes de los 35.

¡Baise moi!

miércoles, 12 de mayo de 2010

sangre de perro

Desperté con la verga erecta y bruñida por las secreciones nocturnas de esmegma. Desde hace cuatro meses mi lubricidad de filósofo cachondo es lo único que no ha trastocado la marihuana. 20 % de filósofo y 80 % de cachondo, para ser preciso. Decidí dejar la universidad por tercera vez para escribir una novela, pero la vida es extraña, y en el ínterin que queda entre mi decisión de abandonar el estudio académico y el momento de su inevitable continuación no he podido hacer otra cosa más que mantener la calma. Mientras tanto, leo todo lo que puedo. En otro tiempo llevé una lista de escritores suicidas en mi cartera. Cuando me entusiasmo con un libro (caso, por ejemplo, de El pudor del pornógrafo, de Alan Pauls) nunca he podido evitar escarbar en los recovecos más oscuros de la vida de su autor. La razón: el morbo, pero también la necesidad de comparar la vidorria de un bastardo anónimo como yo con la vida de un bastardo que se hiso famoso gracias a su obra. Caso en particular: Kafka, el más claro de todos. Pero también Hemingway y Bolaño. Entonces la tarea es leer los libros que ellos leyeron y practicar los vicios que los mataron. Adoptar los horarios en que se sentaban a trabajar, masturbarse con la misma asiduidad de su eminentísima lujuria y hasta dejar de lado cualquier tipo de labor que nos pueda significar un buen fajo de billetes para ganar lo mismo que ellos alcanzaron, que no es mucho. A lo más, una mujer. Y una que los quiere por lo que hacen (o lo que son capaces de hacer) y no por lo que son. Eso explica por qué un retaco como Salman Rushdie consiguió a sus cinco esposas negras. O cómo una fémina de 17 años accedió a recibir entre sus piernas el miembro octogenario de Bukowski. O la razón por la cual todas las hijas de la generación del expresionismo abstracto satisficieron a Pollock mejor que a un dictador poderoso. Pero ésta no es la conclusión de una línea de razonamiento vulgar, sino ínfimamente realista. El arte santifica a su autor con el sexo. Ipso facto.

Claro que el hecho de morir y dejar obra no es indispensable para hacerse santo, y si lo es entonces nuestra canonización no pasa de ser una distinción inútil. Si algo elimina la muerte es la carne, y la carne es lo que más nos interesa en este blog. Mejor es buscar la gloria por obra y gracia de la Divina Providencia, y eso sólo se consigue manteniendo una buena relación con Dios y con el diablo, que son lo mismo. Eso lo aprendí hace una semana, cuando encontré El conde demediado de Ítalo Calvino en uno de los anaqueles sucios de la única biblioteca a la que tengo acceso y lo devoré en una mañana. Ese mismo día me crucé con un amigo, con el que entablamos una conversación acerca del tipo de mujer que haría menos miserable la vida de un artista. Yo le dije que, fuera cual fuera, debía ser menor de 15 años. Él me respondió que esa era una ventaja, pero que estaba lejos de convertirse en prioridad. Entonces le dije que debía ser una dama cuando esté vestida y una meretriz cuando está empelota, pero él me alegó lo mismo. Finalmente, mi amigo me dijo que lo único indispensable en una mujer dispuesta a convertirse en la novia de un artista es que tenga las manos pequeñas. ¿Para qué?, pregunté yo. Para que nuestra verga parezca más grande, respondió él. Y desde ese momento ambos nos dedicamos a buscar mujeres con manos de muñeca china en internet.

Escudriñando por ahí me encontré con ésta, ideal para un fauno como mi amigo:



O ésta:



O ésta otra:



Mi amigo, a quien voy a llamar X, tiene sangre de perro en las venas. Ésa es la razón por la cual nos entendemos tan bien. El día en que lo conocí, la más rijosa de mis nueve hermanas había comenzado a trabajar como secretaria en una bodega de café y cacao, y X intentaba avasallarla. Pero no voy a entrar en detalles sicalípticos. El hecho es que mi fracaso literario no ha sido menos hilarante para mi amigo que su búsqueda de sexo con niñas, ya que al final, me dice, lo único que nos queda es el buen humor y un poco de talento para saber contar con finura nuestros peores fiascos.

En consecuencia, mis queridos y sufrientes lectores, hoy comienza una nueva temporada de insultos en la web. Espero que el tufo político que por estos días despiden las bocas de los candidatos a la presidencia no desaliñe mi escritura. El porno corre por cuenta de la casa.

Aram.

miércoles, 14 de abril de 2010

el suicidio de los amantes

La mierda se circunscribe alrededor de la vida de los poetas. Eso fue lo que le pasó a Carlos Framb, por ejemplo. Su país lo acusó de homicida por el hecho de abreviar el sufrimiento de su madre, y como él mismo intentó quitarse la vida, el Estado lo condenó, y lo trató como a un delincuente enfermo al que es necesario sancionar y corregir dentro de un patio penitenciario. Entonces arreció una tormenta de mierda sobre el bardo. Por eso, si uno se intenta matar y calienta el agua de la bañera para desangrarse sin dolor, o si deglutimos hasta el fondo un coctel de veneno para ratas, o si nos practicamos una mala hipoxifilia en la habitación de un burdel, entonces, en el desafortunado caso de no morir, viviremos para convertimos en criminales.

Pero el suicidio siempre es una opción, como lo ilustran los siguientes casos:


Este es Stefan Zweig y la mujer que se encuentra a su lado es Charlotte Altman, su esposa y antigua secretaria. Ambos murieron en la misma fecha y en igual condición. Un día antes de que sus cuerpos fueran descubiertos, los Zweig se dirigieron a la oficina de correos de Petrópolis, en Brasil, y enviaron varias cartas de despedida para sus amigos. Luego volvieron a su casa y se encerraron en su cuarto, del que salieron al día siguiente envueltos en un par de mortajas blancas. Junto a la pareja fue descubierto un frasco vacío de barbitúricos y una carta en donde el maestro explicaba lo ocurrido.


Estos son André y Dorine Gorz. Sus cuerpos fueron hallados el lunes 24 de septiembre de 2007 en su casa de Vosnon, en Francia. Dorine sufría de una enfermedad degenerativa que obligó a André a dejar su trabajo en el Nouvel Observateur de París para ocuparse por completo en sus cuidados. Un año atrás fue publicado Carta a D. Historia de un amor, en donde el filósofo detallaba algunos episodios de su vida conyugal y reiteraba el amor que lo unía a su esposa, con quien vivió a lo largo de 58 años. En la puerta de los Gorz se encontró una nota en donde se solicitaba la presencia de los gendarmes para efectuar el levantamiento de los cadáveres.


Este es Arthur Coestler junto a su esposa, Cynthia Jefferies. Ambos murieron en el salón principal del piso superior de su casa. Tres días después de su muerte, su empleada doméstica encontró una hoja de papel en la que Arthur había escrito: Por favor, no vayas al piso de arriba. Telefonea a la policía y diles que vengan a casa. El cuerpo del escritor se encontraba arrellanado en su sillón, con una copa de coñac en la mano, mientras que el de Cynthia reposaba sobre un sofá gris, junto a una botella de whisky. Arthur sufría del mal de Parkinson y de una variedad de leucemia que lo estaba matando lentamente. Ese mismo día, un veterinario amigo le dio muerte a su perro, quien acompañó a la pareja por más de una década.


Este es Carlos Framb, y la mujer que está a la izquierda de la fotografía es su madre, Luzmila Alzate. El sábado 20 de octubre de 2007 fueron encontrados en su apartamento del barrio El Estadio, en Medellín, tras haber ingerido una dosis letal de morfina mezclada con yogurt. La madre del poeta contaba con 82 años y sufría de dolores continuos por artrosis deformante, cefalalgia y ceguera por degeneración de la retina. Dos días después, Carlos despertó en una habitación del Hospital San Vicente de Paul y su madre fue enterrada en un cementerio ubicado a unas cuantas calles de allí. Al haber sobrevivido en su intento de suicidio, el autor de Antínoo fue demandado por el delito de homicidio agravado y siete días más tarde fue trasladado en una camioneta policial a un calabozo de la fiscalía.

El libro en el que Carlos Framb narra sus peripecias contra el sistema penal colombiano salió a la luz en Mayo del 2009. No fue un éxito editorial, pero se vendió bien. Un año atrás, el poeta tuvo que echar sobre la mesa todas sus cartas para lograr quedar exento del delito que se le inculpaba. El abogado demandante acusó al detenido con el argumento de que éste habría inducido a su madre al suicidio. Carlos Framb reiteró a lo largo del juicio que la decisión de quitarse la vida había sido tomada en un mutuo acuerdo entre ella y él, y para justificarse esgrimió tres explicaciones: en el caso de la señora Luzmila Alzate, afirmó que ésta se encontraba gravemente enferma (como lo reiteró en audiencia pública su médico de cabecera). También arguyó que su madre padecía de una profunda depresión con rasgos de bradipsiquia y que los dolores físicos que sufría en sus músculos y huesos se habían tornado, al final de su vida, completamente insoportables.

En Colombia, este acto se llama homicidio por piedad y su condena oscila entre los seis meses y los tres años de cárcel. Carlos Framb pagó 150 días encerrado en una celda de la Cárcel de Yarumal tratando de demostrar su inocencia. Tras un juicio reñido, en el que se apeló a todo tipo de tácticas y pericias judiciales, Framb fue puesto en libertad condicional durante dos años. Y hace exactamente dos semanas se cumplió el término de su condena.

Ahora, antes de continuar, les voy a contar otra historia.

En el año 1971, Dalton Trumbo rodó junto a Luís Buñuel la versión cinematográfica de su novela más famosa: Johnny cogió su fusil. En ella se cuenta la historia de un cadete que es enviado al frente militar, en donde pierde parte de su quijada, sus dos brazos y sus piernas. Con el tiempo, el soldado se convierte en un desecho humano al que se mantiene con vida por medio de un tubo de plástico introducido en la tráquea. Johnny quiere morir, pero ni las enfermeras que le limpian a diario las secreciones de mierda ni los doctores que estudian los reflejos de su cuerpo hacen algo para ayudarlo. Finalmente, cuando una de las practicantes lo asiste e intenta asfixiarlo con el cabezal de su cama, ésta es descubierta y detenida por su superior.

Ahí se acaba la película y surgen las preguntas.

¿Tienen derecho a morir dignamente los desgraciados y los enfermos? ¿Tiene el ciudadano de a pié la opción de decidir el momento en que desea convertirse en comida para los gusanos? Séneca escribió alguna vez que era preferible quitarse la vida, a arrastrar con una existencia sin sentido y con sufrimiento. Yo pienso lo mismo, pero además creo que la vida no vale nada por sí misma, sino en función de una idea que nos devore y nos sobreviva.

Yo leí el libro de Framb, y lo encontré sereno y lúcido, como si la mano que lo hubiera escrito fuera la de alguien que ha renacido después de caminar sobre el teflón de una pesadilla herética.

Su libro, por ejemplo, fue una buena razón para seguir viviendo.

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