viernes, 8 de octubre de 2010

Ibargüengoitia: la sonrisa de la hiena


Lo peor que le pudo pasar a Ibargüengoitia fue que Marta Traba lo hubiera invitado a un congreso de escritores para matarlo. Era 1983, tenía 55 años y vivía en París, y había pasado los últimos cuatro años de su vida escribiendo su último libro. Ya era un escritor maduro, aunque no muy conocido. Aun hoy no lo es. Sus primeros trabajos literarios fueron publicados a partir de 1954, pero no fue sino hasta 1965 que se conoció su primera novela, a la que le siguieron otras seis, entre las que se encuentra la que me leí yo durante mi última estancia en Medellín y otra que compré por un precio irrisorio en el pasaje de La Bastilla, que es una de las calles más sórdidas de la capital antioqueña: Dos crímenes.

Una vez mi mujer me dijo que si el fin del mundo comenzaba alguna vez iba a arrancar en La Bastilla. Yo no tuve otro remedio que darle la razón, pero si no comienza ahí, le dije, comenzará en El Ubérrimo y si ahí tampoco es la cosa entonces comenzará en la Procuraduría de la Nación, que es en donde Ordoñez aplasta su culo para condenar a los políticos ateos de la oposición.

La novela de Ibargüengoitia se la compré a un viejo que tenía pelos en las orejas y un cigarrillo en la mano, que me asqueó. Le solicité que me dejara ver su stock y me señaló dos cajas arrumadas junto a la acera de la calle. Ahí estaba el libro en cuestión, que narra la aventura de un militante comunista que es juzgado por un crimen del que no es responsable. La historia se cuenta en 140 páginas más o menos, y es un ventaneo a la sociedad mexicana de los años 60 (que yo nunca he conocido, pero que cuando tuve la oportunidad de ver descrita en la obra de Ibargüengoitia se me pareció tanto a la colombiana que a la larga no tuve la menor duda de su veracidad). El parentesco cultural de los dos países es sorprendente. La culpa debe ser del cine y las rancheras, o del hecho de que ambas naciones desciendan de la misma madre prostituta. En ambos países se derrocha hipocresía por igual, y la estupidez de los poderosos es la misma, incluyendo su miedo a ser descubiertos como impostores ridículos y retardados. Pero ése es un mal de género, si no estoy mal: un vicio colectivo, y aun así, en vez de representar un defecto o un lugar común en la obra del autor de La ley de Herodes, lo que hace es rebasar los límites de su cultura para retratar la idiosincrasia de toda Latinoamérica, en donde también se percibe la doble moral de sus habitantes y el patriotismo insípido de aquellos empoderados, caciques y latifundistas dispuestos a defender la propiedad y su capital privado a toda costa.

A Ibargüengoitia, por otra parte, lo conocí leyendo la tercera de sus novelas, que se llama Estas ruinas que vez. Lo leí en dos días que no me sirvieron para nada más. Llegué a Medellín porque mi ex casera me escribió un correo  en donde decía: “Señor Ismael, los bártulos que usted me dejó para que cuidara (una mesa, una silla, una canasta para la ropa sucia, un colchón) van a ser rematados en el Bazar de los Puentes por mora en sus pagos mensuales. Acordamos una suma que usted liquidaría durante cada uno de los meses en que sus posesiones estuvieran en mi casa, y ya ha pasado casi un año desde su última consignación. Aténgase a las consecuencias.”
Dada la situación, decidí conseguir la plata que le debía a mi acreedora y algo más para costearme el viaje. Recuerdo que en ese momento, además de necesitar la marmaja, estaba tratando de digerir un ánimo de perro enfermo y triste que tenía de atrás y ya me faltaba poco para acabar con mi vida entera de un solo zarpazo. Me fui a trabajar a la finca de un viejo canalla que odié y luego quise y luego volví a odiar. No solo para conseguir los viáticos de mi viaje, sino para rehabilitar mis nervios con un poco de sudor y trabajo duro. El viejo, que además de canalla es sabio y ha leído muchos libros, me dijo el día de la paga que yo era el peor trabajador que había contratado jamás, pero a diferencia del resto aun no me había convertido en un pobre y completo hijueputa.

- Llévese este libro para que se ría una migaja y se le quite ésa cara de culo que tiene.

Así conocí a Ibargüengoitia.

Cuando llegué a Medellín descubrí que mi ex casera se había ido de la ciudad y no regresaría sino hasta dentro de dos días.

Vagué por el centro del distrito y me senté en muchas partes mientras leía la historia, que se centra en un intelectual de provincia que se emborracha y hace el amor y dicta clases en una universidad que bien podría ser la Universidad de Antioquia (aunque no lo es). El municipio en donde trabaja se llama Cuévano, pero podría ser Medellín y el protagonista, que se llama Francisco Aldebarán, podría ser cualquier profesor soltero-hombre que tenga un hígado de hierro y una debilidad comprobada por el sexo. Por eso cuando uno lee a Ibargüengoitia también descubre la imagen de su propia provincia reflejada en cada página, y entonces se comienza a notar que los académicos, los políticos y los militares de nuestro propio terruño son como el elenco de una comedia ridícula que podemos avistar desde la primera fila.

Así es.

Ibargüengoitia fue, sobre todo, un escritor dedicado a escarnecer las vidas de sus vecinos y señalar su estupidez sin límites. Eso significa que todos estamos mal del coconut, todos somos o podemos llegar a ser unos monigotes cretinos, pero aprendemos a fingir muy bien, sobre todo cuando estudiamos y adquirimos méritos o accedemos al guiño de los gobiernos. El poder suele ser el mejor disfraz de los bodoques. También la riqueza. También el éxito profesional. Un procurador como Alejandro Ordoñez, por ejemplo, es un político respetable, pero si lo destituimos de su cargo y le quitamos los pantalones talla 46 no queda nada. Ni siquiera un intelectual. Queda un sofista, y eso es lo peor que le puede pasar a un país, porque los sofistas son políticos capaces de llevar a su pueblo a una guerra santa.

El hombre más respetable de mi pueblo era un ex alcalde paramilitar que solían presentarnos en el colegio como un modelo a seguir. Ibargüengoitia se reía de sí mismo, de su fealdad y de su pobreza, pero también desmitificaba a personajes asquerosos como ése. Imaginaba los detalles de su vida privada y los presentaba al público, mostrando sus fiascos sexuales, su miedo, su amargura, su terrible falsedad y su hipocresía.

Entonces se reía como una hiena.

Pero, ¿cómo se consigue aguzar la mente y descubrir que todo lo que nos rodea se encuentra propenso al sarcasmo y la burla? A fuerza de trabajo y de rabia y de buen humor. Los tres ingredientes de la crítica capaz y la ironía. De ésa manera se consiguen cosas como ésta:

"El soldado mexicano es el mejor del mundo porque aguanta sin comer más que ningún otro. Está bien decir: otros ejércitos han ganado batallas, pero ninguno ha pasado hambres como el nuestro”.

O ésta:

"El indio es mañoso y no le gusta trabajar. Es la causa fundamental de nuestro subdesarrollo."

O ésta otra para terminar:

"Desde el jardín del Tresillo puede verse una cruz en la punta del cerro del Meco. Esa cruz marca el lugar en donde tuvieron un duelo a pistoletazos dos jóvenes cuevanenses por el amor de una de mis bisabuelas. Cuando todavía estaban contando los pasos uno de los duelistas se dio la vuelta y disparó sobre la espalda del otro. Con esto acabó el triángulo, porque uno de los enamorados murió, el otro huyó avergonzado y mi bisabuela casó con un tercer pretendiente, menos joven pero más rico que los otros dos."

Cuando se montó al avión Ibargüengoitia llevaba entre su maleta el borrador de su última novela. El 27 de noviembre de 1983, sin haber atravesado el Atlántico el vuelo Boeing 747 de Avianca se estrelló en Mejorana del Campo, en suelo español. En el accidente desapareció Marta Traba, su marido el crítico uruguayo Ángel Rama, el novelista peruano Manuel Scorza y el Premio Casa de las américas del año 63, y con él su octavo libro, que se consumió entre las llamas. ¿No acabó ahí el boom latinoamericano?

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