jueves, 8 de julio de 2010

Cambio mil coños por un poco de amor, de Gonzalo Pineda


Luchar contra la injusticia es el sofisma más efectivo del periodismo. También es el sofisma del ejército nacional y del activismo político. Todos necesitan luchar contra algo para tener, como mínimo, una certeza en su vida: la de que existe otro fin aparte de pichar como enfermos. Pero no se necesita estar enfermo para pichar como ratas; se necesita plata, éxito y un par de libros bien escritos. De esa manera también se puede luchar contra la injusticia, como Martín Caparrós y J. M. G. Le Clézio, cuya enseñanza es la siguiente: se puede ser depravado y a la vez escribir para salvar el mundo. Amén.

Todo al mismo tiempo, como en una buena orgia.

Se hace periodismo, se habla de ética y se llega a casa a lamer el orto de nuestra amante. Así trabajan los reporteros de hoy.

¡Dios los bendiga!

Ahora ya sabemos por qué García Márquez decía que el periodismo es el oficio más bonito del mundo. Con el periodismo te puedes hacer famoso, puedes ganar premios, puedes convertir la miseria de una prostituta comida por todas las vergas de la ciudad en oro puro… y además te puedes comer a la prostituta, sin ascos. Todas nuestras madres fueron putas.

Pero, volviendo a lo que es mío, el mundo de la prensa no es todo un paraíso marxista. También está dividido en estratos. Arriba están las plumas de buena familia; digamos un Faciolince, que está montado en la tramoya del intelectualismo light. Bajo Faciolince (no se sabe si bajo su hombro, bajo su suela o bajo su ombligo, a la altura del falo) están los periodistas ambulantes, los free lance, de la escuela de Indiana Jones, que escriben sus reportajes con la mochila al hombro. Hollman Morris es el ejemplo más cercano. Luego, bajo los cojones de Morris, se encuentran los analistas políticos, que creen que su trabajo es más serio que el de los demás y completan un 69 indisoluble con sus colegas de la sección económica. (Ésta jerarquía me salió un poco porno ¿no?). Por último están los comentaristas deportivos, con el músculo de la polla a reventar. Y lo demás es basura.

¿Falta alguien? Si.

Más basura.

El ausente que mira al grupo y se masturba. Se corre encima de todos. El ausente que escribe crónicas para un periódico amarillista. El ausente que no quiere salvar el mundo; todo lo contrario, que quiere cagarce en el mundo y en la puta madre que lo parió.

El ausente se llama Gonzalo Pineda y su oficio lo aprendió en la calle, fuera de las academias. Fue un periodista empírico, pero de eso ya hace mucho tiempo. De haber continuado estudiando periodismo me hubiera gustado escribir crónicas rojas como Pineda. Me habría gustado revisar el cadáver de una víctima, preguntar por los detalles del delito, inquirir a los testigos, describir con frialdad lo que sucedió. Mi vida sería mucho más emocionante y tendría algo qué contar en mis borracheras.
Jamás me aburriría.

Pero Pineda fue el hombre, no yo. Un hombre con la verga bien puesta para escribir sobre la suciedad medellinense. Un crápula con conocimientos de retórica procaz, medianamente respetado por sus colegas y por su mujer, que entre otras cosas era una follona sin remedio a la que el escritor se vio en la obligación de dedicar su obra maestra: Cambio mil coños por un poco de amor.

Yo no sé por qué Pineda cambiaría mil coños por un poco de amor. Eso no lo responde en ninguno de sus relatos, ni en los metarelatos del apéndice final. Acaso la ancianidad lo volvió marica. Puede ser: la inmoralidad es una estatua hermosa que se labra con los años (aquí quiero mandarle un fuerte abrazo a Fernando Vallejo) y puede que nuestro autor, al final de su vida, haya descubierto su lado femenino.

Lo bueno es que nunca leyó a Thomas Mann. Ergo, nunca viajó a Venecia a buscar un efebo. Murió en su tierra, en Medellín, que es la capital nacional de la pedofilia.

En Cambio mil coños por un poco de amor Gonzalo Pineda logró lo que jamás logrará un corresponsal de la casa de nari, o del mundial o del Ministerio de Hacienda, y es convertir un trabajo periodístico en arte, como Capote en A sangre fría, sin guardar proporciones.

El problema con los colombianos es que nunca reconocen a sus genios cuando están vivos. Por eso Pineda nació y creció y se reprodujo con su esposa cachonda, pero nadie lo vio pasar.

Afortunadamente nos dejó un libro, su único libro, el tipo de libro que me gustaria obligarle a leer a todo el puto mundo con una Colt amartilada entre los riñones.

Así es.

1 comentarios:

Lucas Vargas Sierra dijo...

Quiero el libro. ¿Dónde lo encuentro? No hace falta la Colt entre los riñones.

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