lunes, 2 de noviembre de 2009

Memorial de agravios II (La promesa de una resistencia)



Se comienza por leer algunos libros; luego nos damos cuenta de que le hemos vendido el alma al diablo. Pero el infierno nunca es tan borrascoso y difuso como el futuro de un universitario triste y confundido. Eso se aprende después de haber sobrevivido a las tragedias más patéticas de nuestra juventud (y que luego se repiten en la vejes, aunque la mayoría de los estudiantes novicios de este plantel crean que su madurez apócrifa los mantendrá exentos de cualquier fiasco) y de haberlo perdido todo a cambio de la poesía y el arte, y de las películas que nos acompañaron en medio de la desesperación y de la vida precaria que decidimos llevar para salvar nuestra alma del paraíso de los exitosos y los ganadores.

Soy un hombre de impulsos. Una vez, en una sala de urgencias de Putumayo en donde mi abuela agonizaba, le dije a un tío con quien habíamos compartido sus cuidados médicos: «Me voy para la casa ¿Nos vemos por la noche?», y al día siguiente estaba en Bogotá, con mi novia de 15 años. Por cinco días no supe nada de mi casa, ni de la abuela, hasta que poco después mi abuela murió y mi novia me dejó por un estudiante de antropología.

Repito: soy un hombre de impulsos. Me gusta la espontaneidad, y si existe algo que no soporto es vivir de acuerdo a los horarios de cumplimiento que destacan al habitante de academias. Por lo general, un hombre que distribuye bien su tiempo en lapsos destinados a distintas actividades será recompensado con la integridad física y mental; tendrá una novia bonita a la que también le gusta dormir sobre los laureles del triunfo y la gloria; con el tiempo sacará en alquiler un buen apartamento, terminará con su novia, se acostará con una mujer distinta cada mes, comprará un Renault Twingo y se hará profesor de planta de su facultad e integrará uno de los mejores y más destacados grupos de investigación.

Esa es la vida de un vencedor. Para el mundo no habrá nunca un mejor ejemplo de lo que significa la palabra plenitud. ¿Pero en dónde quedan los adolecentes incapaces y los bibliófilos que trabajan en la clandestinidad de su cuarto y los que sueñan con convertirse en poetas? ¿En dónde, querido y ocupado leyente, los que saben que las mejores lecciones para la vida no se reciben dentro de un salón de clase sino que se aprenden memorizando los poemas de Pessoa y leyendo las novelas de Thomas Berhart? Todos ellos son el hazmerreír de un profesional. En mi facultad, por ejemplo, abundan los hombres que se ríen de las almas libres. Libertad, para ellos, es un ridículo que no se pueden arriesgar a hacer, y la razón principal de este oprobio es que la mayoría del estudiantado de nuestra Alma Mater (que por lo regular enarbolan promedios magnánimos y conservan una especie de alegría idiota en la cara) busca el respeto de la sociedad, y no su amor ni su comprensión.

Hablo por los hombres que le apuestan a una vida distinta y a una existencia guerrillera. No por mí. Yo no busco el amor de una sociedad que me impide ser libre ni la comprensión de unos compañeros de carrera que señalan como perdedor a todo aquel que busca su felicidad por fuera de la academia, al margen del mismo título profesional que ellos persiguen con ahínco.

-A esos hombres les suele ir bien en la vida-, me decía el maestro Alberto Aguirre mientras describía a la misma clase de alumno insigne a la que me refiero yo en una cafetería del centro de la ciudad. –No. Eso no es lo que quiero decir. Lo que digo es que les va bien a costa de la vida-, dijo después, y me dio una palmada en la espalda.

Entonces era yo un muchacho sin propósitos claros. Todas las personas a mi alrededor me hacían sentir como un fracasado y un enfermo por querer echarme sobre mi camastro durante todo el día a leer los poemas de Sabines. Luego entendí que la poesía no podía ser otra cosa que eso precisamente: una enfermedad exquisita, y que el único deber de un hombre prominente no era el de asistir a la clase de un profesor sin imaginación ni el de cumplir con prontitud la entrega de un trabajo superfluo de reportería periodística, sino el de trabajar cada día por conquistar nuestra propia libertad.

Conozco estudiantes con un índice de inteligencia colosal y que a pesar de eso cometen el error más común entre los universitarios: querer verse como gente grande. Su mayor preocupación consiste en atender con severidad a cada discurso de sus maestros, conseguir un trabajo para ejercitar su sentido de la responsabilidad y aniquilar todo pensamiento que pueda poner en duda su circunspección mental. Lo que ellos no saben es que, en la hora de su muerte en Nueva york, Hannah Harendt decía deberle cada una de sus posturas e ideas políticas a la imaginación excéntrica de los filósofos y los locos y no al pensamiento racional, y continuaba diciendo que la irresponsabilidad era también una tarea intelectual para probarse a sí mismo que a pesar de todos los compromisos asumidos todavía se es libre para hacer lo que se quiere y no lo que se debe.

La irresponsabilidad es otra característica del hombre libre. Y tú, mi eficaz y diligente lector ¿cuántas veces te has decidido por el no-hacer? Te reto a practicarlo sólo las veces que consideres correctas: no asistas a la ejecución de un examen, o entrega una hoja en blanco aunque te sepas todas las respuestas; no te presentes a una clase importante y acuéstate bajo un árbol para leer a Lovecraft aunque luego debas estudiar por tu cuenta; no ofrezcas esas cuatro cuartillas garrapateadas que te pidieron y que escribiste y que a pesar de eso deseas tener la fuerza para no entregar.

También el no-hacer hace parte de tu educación.

Dixi.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Todo esto es una basura.

Anónimo dijo...

You infect me.
http://www.youtube.com/watch?v=8S_lAB2WpTE

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