jueves, 20 de enero de 2011

McOndo, la antología



Si algo hemos aprendido de Alberto Fuguet y de McOndo S.L. es que los escritores post-boom pueden escribir como Jaime Bayly sin sentir vergüenza. Eso no tiene discusión. También comprendimos que los movimientos literarios son sólo un lugar común en el que se encuentran uno o dos escritores sobresalientes y una suma mayor de parroquianos dispuestos a vender el alma por una publicación. Esas son dos cosas. Lo que además de todo pudimos asimilar es que si un aprendiz de escritor quiere llegar a crear una obra maestra debe hacerlo con un estilo totalmente distinto al del mainstream del momento. El ejemplo más claro de esto es el que cimentó la obra de Roberto Bolaño, que vivió al margen de toda su generación mientras Santiago Gamboa perseguía la sombra de la vieja escuela y se iba de putas en parís y se hacía pupilo de Julio Ramón Ribeyro. Eso en el caso colombiano. Por otra parte, el resto de quienes en el 96 apostillaron su nombre a la antología de Fuguet y Sergio Ramirez se encontraron en una encrucijada de perspectivas: el pop, la cocaína, la ciudad, el desencanto, pero jamás lograron encontrar la médula que proponía su propia forma de hacer literatura. Sólo uno: Rodrigo Fresán, que es el caso argentino y que aparece en ésta línea discursiva precisamente para confirmar mi teoría de que las vanguardias son sólo un grupo de polisones que se embarcan en un velero mercante, le venden su culo al mejor postor, y luego zozobran, dejando uno o dos sobrevivientes.

La generación de McOndo hiso un gran trabajo. Les dijo a los nuevos escritores cómo era que no se debía escribir, pero hasta eso está bien si pensamos en la dialéctica histórica. Ahora los que quedamos sabemos que es mejor rehuir todo tipo de colectividad si queremos dar con una sola página que valga la pena. Antes que asociarse en compuestos gremiales se hace necesaria la segregación. Un verdadero escritor no se forma dentro de un velero mercante, que es la forma en que Fuguet decidió establecerse a sí mismo y a su obra, sino que se lanza al mar montado sobre una cáscara de nuez en la que sólo caben él y sus sueños, y una estufa y un colchón. Claro que para un grupo de individuos sin espíritu de renuncia la única manera de sobrevivir en la selva de las editoriales es uniendo sus fuerzas, y es ahí en donde aparece McOndo con su brazo unificador, que de paso le zanjó al mundo el problema de la identidad hispanoamericana con una respuesta clara: los escritores hispanos no tienen identidad, sino que son los hijos huérfanos de una madre que los parió en una alcantarilla de residuos culturales, entre los miasmas de España y Estados Unidos y las deyecciones que el narcotráfico ha esparcido en México y Colombia.

¿Cuántos árboles se talan al día para que se pueda imprimir un tiraje considerablemente alto de libros basura? Una pregunta lanzada al aire. Pensemos en McOndo. Se sabe de marras que los novelistas escriben lo que pueden, lo que está dentro de sus posibilidades. No lo que quieren. Sin embargo, un mal novelista que logra ser publicado es ya un criminal ecológico y un contaminador de cerebros en masa, pues en el sólo hecho de contratar con una editorial se puede entrever el uso indiscriminado de papel para copiar y la amenaza de un número indeterminado de libros que no vale la pena leer en el mercado.

Jaime Bayly escribe como un mariquita demasiado lúcido para prestarle atención a la calidad literaria de sus libros. Fuguet escribe como un mariquita que sí se preocupa por la forma y el contenido de sus libros, pero ninguno ha logrado nada verdaderamente laudable en el oficio de Capote y Henry James…

¿continuará?

1 comentarios:

Anónimo dijo...

HIZO

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