En la tarde del domingo 20 de septiembre del año que corre, con el segundo volumen de una edición en castellano de La guerra y la paz bajo el brazo, un joven aprendiz de escritor caviló durante algunos instantes frente a una mesa atestada de libros.
-Un hombre que se inclina por buscar su propia verdad es, por antonomasia, un hombre solo-, se dijo.
Y sonrió.
Recordar ese tipo de ideas siempre fue una tarea difícil, pero ya no lo era tanto. Dentro su armario, en una mustia caja de cartón, guardaba centenares de diarios que le permitían retroceder un número estimable de años, desplazarse sobre el tiempo como en una pista de patinaje y verse a sí mismo una década atrás, cuando era más joven y tenía sueños que incluían un grado más alto de esperanza y arrojo. Entonces, echarse en decúbito supino sobre el catre de su cuarto con un cigarrillo encendido entre los dedos para leer innumerables notas escritas por él mismo era una actividad constante. Su propósito explícito era no olvidar. No obstante, este ejercicio nemotécnico, tan elemental y privado como una masturbación, no era infalible a los problemas de la vida diaria, y entonces su tarea más ardua consistía en mantener sus ideas a flote como un faro luminoso en medio de un mar de circunstancias triviales, aunque molestas. Durante todo su crecimiento (físico, mental, emocional) en su vida sobrevino cualquier cantidad de situaciones para evitar que leyera libros e hiciera las veces de parásito inútil frente a su familia. Tenía poco dinero. Apenas lo suficiente para comprar otra novela en la bagatela más próxima. Los cubículos de los sellos editoriales eran una amenaza y una tentación. Pero más allá, entre las colecciones de Acantilado y Norma y el Fondo de Cultura Económica, se aposentaban librerías para estudiantes pobres como él, en las que trabajaban ancianos calvos y distinguidos con quienes podría sostener una charla sencilla mientras incurría en el respectivo escrutinio de sus tomos y ejemplares.
Por un momento, la sensación de encontrarse en medio de una multitud caló lo suficiente para formar un efecto parecido a la aflicción o el desconsuelo. Parejas que caminaban tomadas de la mano y hordas de adolescentes pletóricos se desplazaban a su alrededor como una nube de moscas. Entonces se dijo: «Un hombre que se inclina por buscar su propia verdad es, por antonomasia, un hombre solo», e inmediatamente el alivio de una respuesta ingeniosa desatascó el nudo que se hacía en su garganta. Logró pensar claramente en lo que haría. Enfiló por una callejuela que se formaba a su izquierda y se detuvo frente a “El Callejón de la Palabras”, según refería el rótulo de la tienda. Comenzó a inspeccionar los libros con un cuidado quirúrgico que tal vez no merecían, pensó. «No todos, al menos». En cuestión, los títulos pertenecían a su lista de textos juveniles, en una época en que la luz del sol acostumbraba tomarle por sorpresa en su cuarto después de una noche de lectura casi maniaca. Con su dedo índice continuó observando los lomos deslustrados de los ejemplares. Quiso pensar en un registro de libros necesarios que encabezaría, antes que nada, toda la obra de George Perec, luego el 1984 de Orwell, después las Hojas de hierva de Walt Whitman y tras eso el Ariel de José Enrique Rodó.
Entonces sintió la presencia de alguien.
Al volver la cara tardó un poco en reconocer el rostro del hombre. Al principió creyó que era una jeta demasiado común, incluso familiar. Su aspecto daba la impresión de haberle conocido antes, como si en el pasado hubiese visto una fotografía semejante a la figura del individuo en cuestión. Pero luego acertó en recordarle.
-Don Ricardo…-dijo el aprendiz.
Su nombre era Ricardo Cano Gaviria y era el autor de uno de los libros más hermosos que se habían escrito acerca de la muerte del filósofo alemán, Walter Benjamín.
-¿Si? –inquirió el maestro.
Quería decirle todo lo que pensaba acerca de su obra. Quería hablarle de los problemas con que tropezaba diariamente y de la locura y del peligro que abrigaba el oficio de escribir diariamente sobre una mesa desvencijada y de la desesperación que sentía cuando debía hablar de su futuro profesional y de los planes que se supone debía tener para su vida después de la universidad y de los proyectos y de su falta de voluntad…
-Yo… leí su libro.
En la cara del escritor se dibujó una sonrisa de clemencia.
-…que bueno –respondió antes de girarse.
Ni un alivio, ni una palabra de ánimo, ni un lenitivo para el dolor.
-Así muere un sueño-, pensó el aprendiz.
Luego, el secreto mejor guardado de la literatura colombiana se alejó y se perdió en la multitud. Aram se quedó mirándolo hasta que su espalda desapareció del todo y un leve rubor le coloreó la frente y los pómulos. Observó la hora en su reloj. «Al diablo con Cano Gaviria», pensó. «Que coma mucha mierda». Y empezó a caminar en dirección al auditorio del festival en donde –lo acababa de recordar- tendría lugar un simposio acerca de los opúsculos y las monografías que los colombianos deberían leer para entender a su patria. Pocos minutos después escucharía a joe Broderick decir con honestidad y vehemencia: «Este país es inentendible», y un poco más adelante: «lo único cierto es que el año entrante va a ser peor». Entonces sonrió por segunda vez en aquel día. Le gustaron aquellas frases. Le hicieron reír de la misma forma en que lo hacía cuando escuchaba los discursos descollantes de Cristóbal Peláez, el director de uno de los mejores grupos de teatro de la ciudad.
Pensó en un índice de cosas necesarias que cualquier hombre debería hacer antes de morir.
1º Escuchar a Cristóbal Peláez.
2º Escuchar a Joe Broderick.
3º Leer a Fernando Gonzales.
4º Aprender a bailar.
5º Memorizar un poema de Cesar Vallejo.
6º Tomar clases de cocina.
7º…
8º…
Al salir del auditorio vio que entre el público que vaciaba la sala se encontraba Cano Gaviria conversando con una adolescente; quizá una universitaria. A la sazón de dicha imagen vislumbró una idea que jamás había pensado antes, aun cuando resultaba demasiado lógica en aquel momento: a la mayoría de los escritores no los motiva ni el dolor ni la desesperación para crear una obra maestra, sino la posibilidad de que una mujer bonita los lea y se enamore de ellos.
Esa noche tomó nota de aquello en su diario.
viernes, 25 de septiembre de 2009
polifonía de un extraño personaje
viernes, 18 de septiembre de 2009
Los guías del desfiladero
Para Elías Canetti la patria era una biblioteca abigarrada en la que él pudiera descansar de la presencia molesta de los hombres. Para Bertolt Brecht la patria era cualquier lugar porque en cualquier parte se puede uno morir de hambre. Para un amigo mío que no es escritor la patria es la vagina de la mamá. Yo me adscribo a la definición de Jesús Zárate Moreno: la patria es no estar solo, y como la soledad es que nadie me lea, por eso decidí abrir este mísero blog.
Y porque para escribir bien se necesitan agallas.
Más aun cuando se decide escribir para un público de universitarios suicidas y deprimidos.
Pero ahora voy a ir al grano.
En el mundo existen dos tipos de hombre: los ganadores como Álvaro Uribe Vélez y los perdedores, que son todos aquellos que nunca lograron ser los Nº 1 en nada. Yo pertenezco al gremio de los que hicieron del fracaso su pasatiempo y luego su vicio. Cada fiasco es un peldaño más en nuestro descenso hacia el infierno. Allá nos esperan los grandes perdularios de la historia: Melville (escribiendo sobre una mesa de fuego), Proust (enjuagándose las manos en un río de lava) y Lwory (emborrachándose con el vino de la casa y eructando vapores de azufre por la boca). Todos ellos fallaron en repetidas ocasiones durante su corta estancia dentro del mapa histórico de nuestra última era. Sus vidas estuvieron condenadas a toda clase de pestes purulentas y plagas insólitas: el amor los hizo pedazos, la libertad los alejó de los hombres. Finalmente, y sólo tras pasar como simples outsiders de la pléyade contemporánea de sus respectivas épocas y de haberse convertido cada uno en un festín para larvas y gusanos, ganaron el título de maestros y guías en la enfilada ruta del autodidacta.
Se preguntará entonces el zagal taciturno (al término de una masturbación rutinaria tras la lectura de un nuevo capítulo de Las edades de lulú) el por qué de esta palmaria injusticia. La respuesta es simple: los tres, Melville & Compañía, se inclinaron por buscar su propia verdad, y no existe nada más claro que las consecuencias de una búsqueda a ciegas por un desfiladero de desesperación y pequeñas alegrías, de vehemencia y delirante lucidez, como sólo pueden ser las exploraciones por la selva oscura y encizañada de la vida (que es exclusivamente eso: una manigua impenetrable). Y ya que el mundo acostumbra ver a los hombres que intentan horadar en su secreto como pobres bastardos, a estos tres mártires de la literatura occidental no les quedaba otro camino distinto al de los perdedores irremediables.
Hrabal también fue un bastardo.
Mark Twain fue un perito en corrupción y obscenidad.
Vonnegut es un pobre mentecato.
Y todo se debe a que ninguno de ellos cedió un centímetro del terreno que habrían ganado a fuerza de lecturas insomnes y cuartillas garrapateadas para buscar el sentido de la vida y el destino humano.
Eso es ser un escritor honesto.
Pero hoy día el concepto de escritor ha perdido su mejor atributo. El sacrificio y la penalidad dejaron de ser características gremiales. Ser un novelista colombiano, por ejemplo, significa entrar en la lista de Best-sellers nacional junto a John Pinchao y Óscar Tulio Lizcano, asistir a cócteles con la bazofia política y cultural de este país, adquirir estatus social, ser entrevistado por modelos mamertas que no saben quién fue William Saroyan y estar siempre al servicio de los gustos ramplones del marketing. Por lo tanto, uno se hace la misma pregunta que el autor de Tormenta de mierda en uno de sus últimos ensayos: “¿Entonces qué es la escritura de calidad?”. Y después de meditarlo muy bien terminamos por darnos la misma respuesta que él: “Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura es básicamente un oficio peligroso. Correr por el borde de un precipicio: a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, y los libros, y los amigos, y la comida”.
Insisto: eso es ser un escritor honesto.
¿Y acaso cree el lector amodorrado que para escribir una obra maestra se necesita un título universitario? Esa es la versión de los que analizan la literatura desde un telescopio y se apoltronan en sendos puestos académicos, aguardando la oportunidad en que la editorial de su claustro los convierta al fin en los hombres respetables que siempre soñaron ser (ab aeterno) por obra y gracia de una investigación que hable, a título de ejemplo, de la manera como El proceso de Kafka se relaciona directamente con Crimen y castigo, de Dostoievski. O de la forma como el Frankenstein de Shelley prefigura la industrialización y la miseria del capitalismo. O del modo en que el adolescente inexperimentado debe leer a James Joyce sin caer en gazapos de principiante.
Yo les voy a decir cómo se debe leer a Joyce.
A Joyce se le debe leer en una pensión de mala madre, sobre un colchón manchado con herrumbres de meadas y eyaculaciones de otros inquilinos.
A Joyce se le debe leer en las madrugadas frías de los parques y en las habitaciones de hotel de las prostitutas del centro de Medellín.
A Joyce se le debe leer en los casinos, en los callejones oscuros, en las casas de expendio, en los albergues disolutos y en las cantinas funestas.
Cuando llegué a esta ciudad roñosa todo lo que traía era una maleta en la que guardaba tres camisas y dos pantalones, y mi posesión más preciada era una edición mexicana del Ulises. Entonces no tenía la más mínima certeza de lo que quería hacer con mi vida, pero la literatura me acompañó como una amante fiel durante todos estos años. La razón de mi viaje era estudiar actuación en la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia. Luego la vida me enseñó que uno no elige lo que quiere, sino que las cosas para las que estamos destinados nos encuentran y nos transforman.
Pasaron muchos años y comencé a estudiar periodismo.
Ahora no soy actor.
Ni quiero ser periodista.
Quiero ser escritor.
Post- scriptum: A propósito del incidente presentado el pasado jueves 10 de septiembre, me pronuncio de la siguiente manera: Van Gogh perdió una oreja y pintó la Noche estrellada. Rimbaud perdió su pierna derecha y escribió El barco ebrio. Farinelli perdió sus testículos y cantó como nadie el Lascia ch'io pianga. Esperemos que al pobre e imberbe militante que perdió su mano izquierda en aquel día fatídico le depare un destino no menos glorioso que el de El manco de Lepanto... aunque lo dudo.
domingo, 6 de septiembre de 2009
Sardanápalo o la inmortalidad de un falso Mesías
Colombia es una república imbécil, pero además de eso es una patria corrupta e infame. Según aquel eunuco argentino que descubrí en la polvorienta biblioteca municipal de mi aldea sórdida (y que no quiero decir quien es, pero tenía una imaginación más poderosa que todo vuestro racionalismo marica junto) ser colombiano sólo era posible mediante un acto de fe. Yo no tengo fe en nada; mucho menos en mi país. Para tener fe en algo primero se debe amar lo que uno quiere, y mi único anhelo, fuera de una sonrisa vertical y unos senos desnudos de mujer, es salir volando de esta nación decrépita en el primer despacho de cocaína que salga rumbo a los Estados Unidos.
Claro que para eso me tendría que hacer amigo de un paramilitar poderoso.
O mejor aun, de un político podrido y execrable como los que poblaron la Cámara de Representantes el día en que se aprobó el referendo para la reelección de Sardanápalo.
Ahora parece que el mal de los cerdos quiere cobrar la cabeza de nuestro rey. No es atípico que el mal de un cerdo contagie a otro cerdo; lo extraño es cuando este tipo de infecciones le ocurren a un personaje público en una comarca como la nuestra, en donde todos los días gorgotea la hediondez de una olla podrida aderezada con asesinatos traslapados y corruptela estatal. El pueblo es inocente, por no llamarlo como lo que es: una muchedumbre asnal. El pueblo no sabe, y la mayoría de las veces cree en todos los despropósitos que medios de comunicación cutres y ominosos como RCN disparan desde sus improntas periodísticas. Eso, según el señor Elías Canetti, es la manipulación de un poder sobre la masa. Además, según George Orwell, es una medida de seguridad propia de un Estado totalitario.
Eso, según mi criterio político, es una gonorrea biliosa que ha inoculado a todo el país.
Por eso la mayoría de los ciudadanos colombianos quiere reelegir a Sardanápalo. Por eso algunos mentecatos siguen conmovidos por su afección porcina. Por eso es que el referéndum reeleccionista que pronto estará aprobado en la Corte Constitucional no será otra cosa que una invitación cínica para que la plebe descabece a la democracia.
Sin embargo ¿para qué luchar por una causa que estuvo perdida desde el principio? Todos sabemos que la Constitución colombiana estaba destinada a convertirse en una perra de cabaret. ¿Cómo va a sobrevivir un código de leyes tan hermoso en un país tan atroz? Para nadie es un secreto que el mismo fisco enlodado con el que se aprobó la primera reelección de Sardanápalo será destinado a asegurar su permanencia en el poder, y que nadie diga, por ejemplo, que ignoraba que los congresistas ídem que fueron investigados por la corte suprema de justicia hace poco menos de un año votarían una vez más por su capataz.
No obstante, lo que también sabemos es que no es bueno inmortalizarse en el poder, ya que para personajes como nuestro presidente, que (sobra decir) es un alumno eminente de la crápula dictatorial latinoamericana, existe un silogismo fundamental para manejar a una nación y coronarla con los laureles del primer mundo:
1° Premisa: todos los países subdesarrollados necesitan ensanchar su economía por encima de todo, incluyendo la democracia.
2° Premisa: Colombia es un país subdesarrollado.
3° Premisa: Colombia necesita ensanchar su economía y sacrificar su democracia.
Lo mismo pensó Pinochet en los 17 años en que desangró al país de Neruda y Bolaño. Lo mismo pensó Fujimori cuando concentró toda su sevicia en la caza de Abimael Guzmán. Lo mismo creyó Rafael Leonidas Trujillo, el chivo, mientras violaba a las hijas de sus subalternos en su casa de campo.
Pero como reírse de su propia desgracia es la única medida que puede tomar un hombre desesperado por la idiotez de la bancada política de su terruño, lo bueno de todo este asunto es que ahora podemos incluir a nuestra propia candidata en la lista de las reinas Sudamericanas más déspotas y tiránicas. El presidente Sardanápalo se hará de un lugar prominente en el mismo panteón de la fama por donde pasó la señorita Bolivia, Mariana Melgarejo, quien ganó la corona en 1874 gracias al concurso de talentos en donde demostró que podía tomar cantidades navegables de alcohol junto a Holofernes, su caballo; la señorita Ecuador, Gabriela García Moreno, quien murió a machetazos en la puerta de un burdel a la tierna edad de 54 años no sin antes haber asesinado a su primera hija con leche de burra envenenada; y la señorita Venezuela, Juana Vicenta Gómez, el bagre, quien demostró ser la reencarnación del libertador Simón Bolívar naciendo y muriendo en las mismas fechas del nacimiento y deceso del estadista.
Felicitaciones señor presidente, su legado pasará a la posteridad.
jueves, 3 de septiembre de 2009
baranda para mirar el cielo
Mi casa es pequeña y pobre.
Dos puñados de arroz
Son todo mi alimento.
Y soy feliz.
***
La nieve cubre las montañas
y el fuego de la hoguera
calienta mis manos y mis pies.
No estoy solo.
Mi hijo me acompaña.
Mi padre y mi madre me acompañan,
y mis hermanos también.
Fumaré mi pipa mientras
ellos duermen
y esperaré el amanecer.