Todo pasado, por más miserable que parezca, es siempre mejor que el triste y confuso presente. Todo pasado se puede reinventar una y otra vez, y lo que entonces marcó nuestra vida con una impronta de sufrimiento, por vía de las lagunas etílicas o por el auxilio de la simple y humana tendencia a la auto-consolación, se puede convertir en una mentira piadosa para alegrar nuestra decrepitud senil. Aun no olvido, por ejemplo, cuanta estupidez y valentía templaban mi carácter antes de que comenzara a estudiar en esta universidad de la desilusión. Vivía solo en un cuarto con goteras y una cama de tubos de aluminio con las patas a punto de abrirse de par en par. En la pensión había 9 habitaciones y un solo baño, y los inquilinos no se podían demorar más de quince minutos en la ducha so pena de que la mano nervuda y sigilosa de la casera cerrara el paso del agua y uno se viera en el aprieto, o más exactamente en el apuro, de tener que envolverse en su toalla con el jabón (y tal vez el semen) adherido a la piel para terminar de bañarse a tazones de agua en la alberca de la terraza. Esa era la ley que gobernaba, y todos la seguíamos a pie juntillas por dos razones elementales: el alquiler era barato y las pajas podían durar menos de lo que se creía; lo suficiente para salir invicto y laureado por nuestra presteza sexual.
Tenía 21 años y amaba la literatura. La pregunta obvia para cualquier mente sagaz sería cómo me mantenía vivo en esta ciudad pérfida si no tenía trabajo y la mayor parte de mi tiempo la ocupaba leyendo libros ajados a la luz mortecina de una bombilla, a verbigracia, o escribiendo en cuadernos escolares páginas enteras sobre cosas que, entonces creía por razones próximas a la lealtad conmigo mismo, no podía olvidar jamás. Lo cierto es que mi vida en aquel entonces tenía todas las características de una existencia parasitaria, y creo que eso nunca fue una molestia siempre y cuando recibiera la mensualidad que me enviaba mi madre desde la lejana y montañosa provincia en donde crecí.
La pensión quedaba en un cuarto piso, sobre una calle abarrotada de talleres de mecánica y cantinas. Yo nunca permanecía allí el día entero. En la mañana, si contaba con la suerte de encontrar un lugar vacío en la estufa de gas, preparaba en una olla negrusca comida suficiente para no flaquear hasta la noche. Bajé 10 kilos en tres meses. Mis pantalones me empezaron a escurrir. Después salía escaleras abajo y enfilaba hacia el centro. Por las calles de Medellín caminaba sin pretender llegar a ningún lugar; entraba en las bibliotecas, me sentaba en una banca de parque, charlaba con la crápula de nuestro querido y poco colonial down-town. Luego volvía a casa cuando el estómago comenzaba a gruñir y, tras un aperitivo de lentejas avinagradas, leía en mi habitación, acostado sobre esa cama que en cualquier momento se iba a desbaratar, hasta que llegaba la noche y entonces volvía mis pasos hacia los tenderetes de los buhoneros de la carrera Bolívar, bajo la vía del metro, en donde compraba mis libros y fantaseaba con la posibilidad de no ser acuchillado.
Era 1998.
La libertad era lo que más importaba.
Al principio de cada mes podía darme el gusto de sentirme seguro y en paz con mi casera. En cuanto recibía la suma que me enviaba María desde Subundoy pagaba el alquiler del cuarto y compraba el mínimo indispensable para cuatro semanas en granos y sal. Lo mejor de vivir solo es que se puede hacer de cualquier forma. Lo peor es que siempre se termina por desesperar. No obstante, aprendí que existen dos tipos de desesperación: aquella que sentía frente al desahucio de mi pobreza y de la ciudad solitaria por donde caminaba sin sentido y esa otra que se instala en el pecho en cuanto nos damos cuenta de que en algún giro de la vida nos olvidamos de nuestros sueños más recónditos y queridos.
Entonces morimos por primera vez.
Mi primera muerte ocurrió cuando entré en la universidad y lo olvidé todo: mis ideas, mi esperanza, mi libertad. De pronto entendí por qué se había suicidado Andrés Caicedo, el autor de Calicalabozo, con 60 pastillas de Seconal. Caicedo se mató porque prefería que se lo comieran los gusanos a crecer, estudiar y verse a sí mismo desde la atalaya de una longeva madurez intelectual como la caricatura de un escritor seducido por el fatalismo juvenil.
Pero mi muerte no fué definitiva.
Me abrí paso entre las fosas y comprendí un secreto esencial. ¿Cual fué? Lo dice un viejo adagio chino: sólo habiendo muerto se entra en la vida.