miércoles, 25 de noviembre de 2009

normas de comportamiento para una velada metafísica II


Hay un tiempo en la vida en que ésta retarda su marcha sensiblemente como si vacilara entre seguir adelante o cambiar de rumbo. Es posible que en ese periodo uno sea más propenso a que le pase una desgracia.

Robert Musil

No hay nadie en el cuarto y la franja está por romperse. La herrumbre alcalina del cañón irrita la punta de tu lengua y la cara interna de tus labios. Alejas el revólver y desajustas el cilindro, que deja ver la armadura de un solo proyectil. Piensas en Pavese y en Arenas, y en Celan y en Foster Wallace. ¿Acaso todos compartieron las mismas razones ontológicas para morir? Tu soledad es una enfermedad irreparable. Toda tu vida ha sido una mentira. Ves, en la pared de madera y cartulina que aísla tu habitación de los olores y las dilataciones anales de tu vecino travesti, una película que se proyecta frente a tus ojos. Eres un niño desmueletado y vistes pantalón con tirantes. Todos las personas a tu alrededor te llaman nené y te cubren con mimos y halagos. Primera mentira. Tu idiotez es una enfermedad irreparable. La escuela se convierte en un infierno, aun cuando tu madre ocupa la oficina de dirección y se esfuerza para impedir que te rompan la cara. No eres bello ni atlético ni inteligente. Eres todo lo contrario a eso: un espantajo. Tu cabello es una mata multiforme. La frenología de tu cabeza es igual a la del homúnculo de Mary Shelley. No juegas con otros niños, salvo algunos que están por debajo de tu grado de popularidad. Vives en medio de masacres y carroña, y ninguno de tus profesores te dice que estás en un país en guerra, en donde los hombres desaparecen sin dejar ningún rastro y el gobierno nacional (¡viva la muerte!) es cómplice de toda una miscelánea de matanzas en múltiples caseríos. Esa es la segunda mentira que te encoñaron: el amor por una patria asesina y el respeto hacia un escudo y una bandera que jamás le han quitado el hambre a nadie, ni han solucionado los problemas de nadie, y que se utilizan para ennoblecer las ceremonias políticas o militares de la clase pérfida y desalmada que controla tu terruño. Entonces encascas nuevamente el cilindro y pones la boca del arma justo sobre tu pecho. No puede ser de otro modo ni en otras circunstancias ni en un lugar distinto. La libertad que buscabas te alejó de los hombres y te llevó a esa habitación cubierta de libros. La libertad que buscaste en cada sitio del país en donde viviste te convirtió en un ser solitario y en un autista genial. Perseguías la emancipación de tu alma y su desenjalme se presentó ante ti en forma de dolor y pena, y de aislamiento y locura. Jamás comprendiste que el encierro y el alejamiento que te empezó a rodear era precisamente la manumisión que tanto anhelabas y que ahora sólo te sirve para pegarte un tiro en el corazón o, eventualmente, masturbarte dos y tres veces al día. Tu lujuria también se convirtió en una enfermedad irreparable. Nunca te dijeron que el hecho de que Dios haya creado a Eva de 14años y medio (es decir, de unos 45 kilos, según aquel teatrero cincuentón del que te has vuelto amigo) y en perfectas condiciones para que Adán le midiera el aceite es una hazaña completamente verídica, y que el resto de los hombres también tenemos la bendición de nuestro señor para medirle el aceite a todas las niñas sin ningún remordimiento, bajo el condicionante de que se haga con amor. Esta es la tercera mentira. A ti te enseñaron que el sexo era ilícito antes de adquirir la contraseña ciudadana y más aun si se practica con la novia del colegio. El sexo te fue revelado como un ultraje y como una dilapidación, y probablemente es por eso que terminaste encontrándolo en las calles más sórdidas del centro de una ciudad de pobres corazones, con prostitutas viejas y ultrajadas. Escogiste un camino que nadie nunca había recorrido antes y ahora, aun cuando desde hace mucho tiempo has aceptado tu soledad, existen días como hoy, en que lo que más quisieras es que una mujer te tome en sus brazos dulcemente y te diga que todo va a estar bien.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Normas de comportamiento para una velada metafísica I


Tomas el arma y la llevas a tu boca. Tu mente se dispara como un proyectil inocuo que golpea la cubierta de un chaleco antibalas. Alejas la falange del gatillo; tus dedos tiemblan. Tu cerebro continúa descargando miedo en tus venas y en casi todos los centros nerviosos de tu cuerpo. Sabes que no quieres morir, pero la angustia que sientes ha reducido tu escaso apego por la vida hasta más o menos el diámetro de una pulga que chupa el pellejo de una rata hambrienta. Te asaltan las dudas. No te decides a hacerlo; no por cobardía, ni siquiera porque hayas perdido la confianza en el disparo de un revólver que te liberará del dolor, sino todo lo contrario: porque eres consciente de que podrías hacer fuego, y que cuando la detonación alerte a los 14 inquilinos de la casa misérrima en que vives, todo habrá terminado. Por tanto, no habrá vuelta atrás. Por lo tanto, tendrás que pensarlo muy bien antes de jalar el gatillo para permitir que la dueña de aquel tugurio observe en carne viva tu hipotálamo y tu materia gris y tu cerebelo desparramado por su piso mugriento de baldosín. Otra sería tu situación si todo aquello constituyera apenas un juego grounge para llamar la atención, pero no es un juego, ni es divertido. Tu tristeza es real y tu familia está demasiado lejos para querer llamar su estúpido miramiento. Hace unos años llegaste a creer que tus libros eran la salvación. Lo son, aunque muchas veces les hayas recriminado cada uno de tus tormentos y tus agonías. Sin embargo, los libros no contienen fórmulas para vivir mejor, ni tampoco te enseñan lo que debes querer y lo que debes rechazar. Para eso sirven los discursos del pastor de esa iglesia a donde asiste tu casera y casi todas las viejas decrépitas que viven a la redonda. Sus reglas y mandamientos son incuestionables, pero la vida, te dices, es demasiado basta y desmesurada para comprenderla dado el funcionamiento de un código de leyes. Tú prefieres vivir a la enemiga, como si caminaras a ciegas por una carretera infinita que no lleva a ninguna parte y que hoy, precisamente, ha hecho escala en la habitación en donde te encuentras, a sólo unos segundos de descerrajarte una bala en la cabeza. Al menos, piensas, podría ser más fácil si tuvieras un maestro que te enseñara hacia dónde debes caminar, o por lo menos te mostrara la forma en que debes descubrir las pistas que los hombres tienen que seguir para atinar a encontrar algo en su vida. Pero ese es tu problema: no tienes maestro y tampoco estás seguro de lo que debes encontrar. Ninguno de los profesores de tu facultad es un verdadero dómine. Ninguno de ellos te podría dar un consejo ni sabría responder a tus dudas. Si asaltaras a alguno en un pasillo de tu bloque académico y le preguntaras, por ejemplo: «Maestro, ¿Cuánta verdad hay en vivir?», el ilustre tutor te miraría con cara de lástima y posiblemente dibujaría una sonrisa socarrona en su cara. En realidad, ellos piensan que la felicidad consiste en no hacerse ese tipo de preguntas; su vida es demasiado cómoda y su nivel intelectual exageradamente reducido. Además, ninguno quiere ser guía de nadie, mucho menos de un adolescente onanista que franquea con relativa facilidad la línea que divide a la estrechez económica de la indigencia. Tú estás solo, en una habitación de 3 metros X 4, con un arma sarrosa alicatada entre tus dientes delanteros. Y dentro de unos segundos morirás.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

La rosa de Paracelso (Jorge Luis Borges)


En su taller que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lampara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.

El maestro fue el primero que habló:

- Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente – dijo no sin cierta pompa. No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?

- Mi nombre es lo de menos -replicó el otro -. Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.

Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lampara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.

Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:

- Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo.

- El oro no me importa- respondió el otro.

- Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer el camino que conduce a la Piedra.

Paracelso dijo con lentitud:

- El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.

El otro miró con recelo. Dijo con voz distinta:

- Pero.. ¿hay una meta?

Paracelso se rió.

- Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos dicen que no, y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que “hay” un Camino.

Hubo un silencio, y dijo el otro:

- Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la Tierra Prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino.

- ¿Cuándo?- preguntó con inquietud Paracelso.

- Ahora mismo - contestó con brusca decisión el discípulo.

Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán. El muchacho elevó en el aire la rosa.

- Es fama -dijo - que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.

- Eres muy crédulo- dijo el maestro-. No he menester de la credulidad; exijo la fe.

El otro insistió.

- Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la Rosa.

Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.

- Eres crédulo - dijo-. ¿Dices que soy capaz de destruirla?

- Nadie es incapaz de destruirla - dijo el discípulo.

- Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?

- No estamos en el Paraíso - habló tercamente el muchacho; - aquí, bajo la luna, todo es mortal.

Paracelso se había puesto de pie e inquirió:

- ¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?

- Una rosa puede quemarse- desafió el discípulo.

-Aún queda el fuego en la chimenea. Si arrojamos esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que solo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.

- ¿Una palabra?- dijo con extrañeza el discípulo-. El atanor está apagado y están llenos de polvos los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera?

Paracelso lo miró con tristeza.

- El atanor esta apagado – repitió – y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.

- No me atrevo a preguntar cuáles son - dijo el otro con astucia o con humildad.

- Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Kabalah.

El discípulo dijo con frialdad:

- Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.

Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:

- Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa.

El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:

- Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?

El otro replicó, tembloroso:

- Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.

Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y solo quedó un poco de ceniza.

Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.

Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza:

- Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.

El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.

Se arrodilló, y le dijo:

- He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa.

Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?

Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retomó al salir. Paracelso lo acompaño hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.

Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja.

Y la rosa resurgió. (*)

(*) Fuente: Jorge Luis Borges, "La rosa de Paracelso", en Obras Completas, editorial Emecé, Buenos Aires, pp. 89-92.

lunes, 9 de noviembre de 2009

El bodegón de las cebollas



Me despertaba triste en las mañanas, dentro de un cuarto en penumbras. Mi habitación sólo tenía una ventana, que siempre estaba cubierta por una cobija gruesa de lana. Solía caminar en círculos por los mismos lugares cada vez que sentía que iba a morir (morir de desesperanza y pena, o de dolor y miedo o de todo junto). Medellín nunca me abrió sus puertas y mis únicas posibilidades ondeaban entre la criminalidad y el suicidio. Había dejado la universidad por segunda vez. Faltó muy poco para prodigarme por completo a la indigencia. Pasé por todo tipo de situaciones abyectas, y sobreviví precisamente porque sabía que, si la cosa empeoraba, todavía me podía matar. No tenía nada ni a nadie que me acompañara o me diera un consejo. Mis días transcurrían entre los libros de Henry Miller, el café, mi caja de cigarrillos Starlite y mis diarios, en donde escribía cosas como ¿por qué me pasa esto a mí? hasta que se me entumecía la mano y me ponía a llorar en mi cuarto o en el baño, después de masturbarme. Entonces descubrí que existía un tipo de literatura para desesperados, a la que pertenecen autores que también llevaron una vida a salto de mata en sus países de mierda y a los que nadie nunca les ofreció su conmiseración ni su lástima. Yo leí a Thomas Bernhard de la única forma en que se puede leer a un escritor de su calibre sin envilecer su obra: en medio de la miseria. De aquel tiempo extraje el siguiente capítulo, para que el lector abatido por la amargura sepa que su abandono y su sufrimiento se deben, en parte, al grado de desenjalme de su cerebro (ya que, sin excepción, cuando conseguimos por primera vez la libertad que tanto anhelamos, ésta se nos presenta en forma de dolor), pero también al gravamen de un Estado que odia a los hombres libres y en general a todo individuo que decida no hacer parte de su sistema.

Corrección (fragmento Nº1)

“…dondequiera que hubiera vivido en los últimos años, en Inglaterra o en Austria, en el país inglés, con gran decisión y presencia de ánimo, en el país austríaco, con gran afecto y amor, aunque también con desprecio y aversión igualmente grandes, con esa mezcla de desconfianza y decepción que siempre había sentido, en las fronteras del odio, hacia su patria, fronteras que había traspasado también, con mucha frecuencia, con una inteligencia desusadamente aguda, porque el hecho de que, por una parte amaba a Austria, porque era su país de origen, era tan evidente como el hecho de que la odiaba, porque, durante toda su vida, sólo lo había maltratado, y siempre, cuando necesitaba de ella, lo había rechazado, ella no dejaba que se le acercara un ser como Roithamer, seres, personas, caracteres como Roithamer no tienen en el fondo nada que hacer en un país como en su y mi país natal, en un país así son incapaces de desarrollarse y tienen además, continuamente, conciencia de esa incapacidad para desarrollarse, un país así necesita hombres que no se revelen contra la desvergüenza de un país así, contra la irresponsabilidad de un país así y de un Estado así, de un Estado que, como decía siempre Roithamer, era un peligro público y estaba en total decadencia, en el que no reinaba más que unas condiciones caóticas, si es que no las más caóticas, ese Estado tiene una infinidad de hombres como Roithamer sobre la conciencia, una historia totalmente vil y abyecta, esa perversidad y prostitución permanentes en forma de Estado, como decía siempre Roithamer y, por cierto, sin pasión, con la seguridad, en él innata, de un juicio que no se basaba en más que en la experiencia, y Roithamer nunca había admitido otro valor que el de la experiencia, como decía siempre, cuando se había llegado al límite de la tolerancia, en relación con ese país y con ese Estado, no se podía explicar, decía, con unas palabras casuales, la vileza y la abyección y el peligro público que representaba ese Estado, sin embargo, para un análisis y un trabajo científico sobre ese tema le faltaba tiempo, porque estaba concentrado, decía, en su tema principal, las ciencias naturales y el Cono, y tampoco era él una cabeza, decía, que se agotara en ataques políticos, nunca se había agotado, decía, en ataques políticos o políticogenerales, para eso había otras cabezas, más indicadas, esa nucas y frentes para los ataques políticos, sin embargo, decía, de vez en cuando se había visto obligado a utilizar su capacidad de juicio con respecto a su país de origen y a su Estado de nacionalidad, o sea, con respecto a Austria, ese país, el más incomprendido del mundo, ese país con el mayor grado de dificultad de la historia universal, y se exponía de vez en cuando al riesgo de expresar su opinión sobre Austria y sus austríacos, sobre ese Estado arruinado como ningún otro, sobre ese pueblo arruinado como ningún otro, en el que, además de las deficiencias mentales en él innatas, decía, no quedaba más que hipocresía y, por cierto, hipocresía en todas las fronteras posibles del Estado y de la política nacional, este, en otro tiempo, corazón de Europa no era, según Roithamer, más que un resto de liquidación de la historia intelectual y cultural, una mercancía estatal no vendida, sobre la que el ciudadano no tiene más que una segunda o una tercera o una cuarta o, en cualquier caso, nada más que una última opción, ya que sus primeros años habían hecho comprender a Roithamer, como me habían hecho comprender a mí, la imposibilidad de crecer y desarrollarse en este Estado y este país, cuales quiera que fueran los auspicios, este país y este Estado, así Roithamer, no son nada para el desarrollo de un intelectual, aquí todos los indicios de fortaleza intelectual se convierten en seguida en todos los indicios de debilidad intelectual, aquí todos los esfuerzos por avanzar, prosperar y progresar son inútiles, por todas partes, a donde quiera que se dirigen los ojos o la inteligencia o los esfuerzos, no se ve más que el hundimiento de todos los esfuerzos por avanzar, prosperar y progresar aquí, por desarrollarse, el hombre austríaco, ya en el momento de su nacimiento, es un hombre fracasado y debe comprender claramente, decía, que tendrá que renunciar a sí mismo si se queda en este país y en este Estado, cualesquiera que sean los auspicios, debe decidir si quiere, quedándose ahí, parecer, envejeciendo fatigosamente y sin llegar a nada, perecer en su propio Estado y en su propio país, presenciar con los ojos abiertos, en su propia mente y en su propio cuerpo, ese terrible proceso de extinción, si quiere aceptar un desarrollo descendente durante toda su vida, quedándose en este Estado y en este país, o si quiere irse y marcharse tan pronto como pueda y, mediante ese pronto irse y marcharse, salvarse, salvar su inteligencia, salvar su personalidad y salvar su naturaleza, porque, si no se marcha, así Roithamer, perecerá en este país, y si no es un hombre vil, se convertirá en este país y en este Estado en un hombre vil, y si no es de naturaleza abyecta ni infame, se convertirá en este país y en este Estado en un ser de naturaleza vil y abyecta y en una criatura vil y abyecta, y por eso hace falta, desde el principio mismo, desde los primeros procesos del pensamiento, salvarse de este país y de este Estado y, cuando antes vuelva la espalda a este país y a este Estado un hombre con facultades intelectuales, tanto mejor, un hombre así tiene que decirse que hay que huir, dejar atrás todo lo que es este Estado, lo que constituye este país, irse a cualquier parte, aunque sea el fin del mundo, no quedarse en ningún caso donde nada puede esperar y, si puede, sólo lo más miserable y lo que destruya la inteligencia y lo que vacía la cabeza y lo que obligará continuamente a la mezquindad y la vileza, y que, aquí, todo lo aplasta continuamente, lo denigra y lo niega continuamente, y que aquí, en su país austríaco, estará expuesto siempre a una vil incomprensión y una vil calumnia y, por tanto, a la decadencia y, por tanto, a la muerte y, por tanto, a la aniquilación de su existencia. Si lo vemos con claridad, veremos que para Roithamer no había otra posibilidad que dejar esta su patria, que no merece en absoluto ese título honroso, porque la llamada patria no fue para él en realidad, como para tantos otros salidos de ella, nada más que el castigo más terrible de su existencia, durante toda su vida, por el acto inocente de haber simplemente nacido, alguien como Roithamer siente constantemente que su patria lo castiga por algo que no puede evitar, porque ningún hombre puede evitar su nacimiento, pero Roithamer tuvo que comprender ya muy temprano y, de hecho, en su más temprana infancia, que pasó con sus hermanos en Altemsan, que tenía que irse y, en lo posible, rápidamente y sin rodeos, para no hundirse como, en fin de cuentas, se hundieron sus hermanos…”

Corrección (fragmento Nº 2)

“La felicidad no es obligatoria.”

lunes, 2 de noviembre de 2009

Memorial de agravios II (La promesa de una resistencia)



Se comienza por leer algunos libros; luego nos damos cuenta de que le hemos vendido el alma al diablo. Pero el infierno nunca es tan borrascoso y difuso como el futuro de un universitario triste y confundido. Eso se aprende después de haber sobrevivido a las tragedias más patéticas de nuestra juventud (y que luego se repiten en la vejes, aunque la mayoría de los estudiantes novicios de este plantel crean que su madurez apócrifa los mantendrá exentos de cualquier fiasco) y de haberlo perdido todo a cambio de la poesía y el arte, y de las películas que nos acompañaron en medio de la desesperación y de la vida precaria que decidimos llevar para salvar nuestra alma del paraíso de los exitosos y los ganadores.

Soy un hombre de impulsos. Una vez, en una sala de urgencias de Putumayo en donde mi abuela agonizaba, le dije a un tío con quien habíamos compartido sus cuidados médicos: «Me voy para la casa ¿Nos vemos por la noche?», y al día siguiente estaba en Bogotá, con mi novia de 15 años. Por cinco días no supe nada de mi casa, ni de la abuela, hasta que poco después mi abuela murió y mi novia me dejó por un estudiante de antropología.

Repito: soy un hombre de impulsos. Me gusta la espontaneidad, y si existe algo que no soporto es vivir de acuerdo a los horarios de cumplimiento que destacan al habitante de academias. Por lo general, un hombre que distribuye bien su tiempo en lapsos destinados a distintas actividades será recompensado con la integridad física y mental; tendrá una novia bonita a la que también le gusta dormir sobre los laureles del triunfo y la gloria; con el tiempo sacará en alquiler un buen apartamento, terminará con su novia, se acostará con una mujer distinta cada mes, comprará un Renault Twingo y se hará profesor de planta de su facultad e integrará uno de los mejores y más destacados grupos de investigación.

Esa es la vida de un vencedor. Para el mundo no habrá nunca un mejor ejemplo de lo que significa la palabra plenitud. ¿Pero en dónde quedan los adolecentes incapaces y los bibliófilos que trabajan en la clandestinidad de su cuarto y los que sueñan con convertirse en poetas? ¿En dónde, querido y ocupado leyente, los que saben que las mejores lecciones para la vida no se reciben dentro de un salón de clase sino que se aprenden memorizando los poemas de Pessoa y leyendo las novelas de Thomas Berhart? Todos ellos son el hazmerreír de un profesional. En mi facultad, por ejemplo, abundan los hombres que se ríen de las almas libres. Libertad, para ellos, es un ridículo que no se pueden arriesgar a hacer, y la razón principal de este oprobio es que la mayoría del estudiantado de nuestra Alma Mater (que por lo regular enarbolan promedios magnánimos y conservan una especie de alegría idiota en la cara) busca el respeto de la sociedad, y no su amor ni su comprensión.

Hablo por los hombres que le apuestan a una vida distinta y a una existencia guerrillera. No por mí. Yo no busco el amor de una sociedad que me impide ser libre ni la comprensión de unos compañeros de carrera que señalan como perdedor a todo aquel que busca su felicidad por fuera de la academia, al margen del mismo título profesional que ellos persiguen con ahínco.

-A esos hombres les suele ir bien en la vida-, me decía el maestro Alberto Aguirre mientras describía a la misma clase de alumno insigne a la que me refiero yo en una cafetería del centro de la ciudad. –No. Eso no es lo que quiero decir. Lo que digo es que les va bien a costa de la vida-, dijo después, y me dio una palmada en la espalda.

Entonces era yo un muchacho sin propósitos claros. Todas las personas a mi alrededor me hacían sentir como un fracasado y un enfermo por querer echarme sobre mi camastro durante todo el día a leer los poemas de Sabines. Luego entendí que la poesía no podía ser otra cosa que eso precisamente: una enfermedad exquisita, y que el único deber de un hombre prominente no era el de asistir a la clase de un profesor sin imaginación ni el de cumplir con prontitud la entrega de un trabajo superfluo de reportería periodística, sino el de trabajar cada día por conquistar nuestra propia libertad.

Conozco estudiantes con un índice de inteligencia colosal y que a pesar de eso cometen el error más común entre los universitarios: querer verse como gente grande. Su mayor preocupación consiste en atender con severidad a cada discurso de sus maestros, conseguir un trabajo para ejercitar su sentido de la responsabilidad y aniquilar todo pensamiento que pueda poner en duda su circunspección mental. Lo que ellos no saben es que, en la hora de su muerte en Nueva york, Hannah Harendt decía deberle cada una de sus posturas e ideas políticas a la imaginación excéntrica de los filósofos y los locos y no al pensamiento racional, y continuaba diciendo que la irresponsabilidad era también una tarea intelectual para probarse a sí mismo que a pesar de todos los compromisos asumidos todavía se es libre para hacer lo que se quiere y no lo que se debe.

La irresponsabilidad es otra característica del hombre libre. Y tú, mi eficaz y diligente lector ¿cuántas veces te has decidido por el no-hacer? Te reto a practicarlo sólo las veces que consideres correctas: no asistas a la ejecución de un examen, o entrega una hoja en blanco aunque te sepas todas las respuestas; no te presentes a una clase importante y acuéstate bajo un árbol para leer a Lovecraft aunque luego debas estudiar por tu cuenta; no ofrezcas esas cuatro cuartillas garrapateadas que te pidieron y que escribiste y que a pesar de eso deseas tener la fuerza para no entregar.

También el no-hacer hace parte de tu educación.

Dixi.

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