jueves, 17 de noviembre de 2011

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Estoy solo en Bogotá. Hace muchos meses que no caminaba por la carrera séptima ni me fumaba tantos cigarrillos en un solo día. No cocino más que en las mañanas, y ceno cualquier cosa cuando los restaurantes están por cerrar. No he visto las estrellas desde que dejé Chía hace unos días. Hoy va a ser una tarde estupenda. Tengo dinero y estoy cargado de energía, como si tuviera una bomba de tiempo en el estómago. Ya no me duelen las muelas ni las extremidades del cuerpo. A veces pienso en X, y me la imagino sentada en la barra de su comedor comiendo pastelitos con café y escuchando a Lou Reed. Nunca sabré si lo que sentimos es amor, o es apenas una forma de morir con la jeta sonriente y el pene erecto. X es un precipicio, un acantilado, un arma apretujada contra los riñones. Todo el tiempo me sonríe y camina por la habitación como si buscara algo. Una vez me preguntó: ¿es realmente importante la poesía y la gloria y el amor? Esa noche follamos y al final yo le dije que no, que nada en el mundo era tan importante como para renunciar a una migaja de compañía. Pronto estaré en Medellín o en cualquier otra parte, y haré lo mismo que hago siempre desde que cumplí catorce años y descubrí la eternidad en los versos de un filósofo desconocido. Preparo mi cuerpo para lo peor, pero desconozco mi suerte, mi destino, mi última locomoción antes de que la carretera se acabe y mis ojos se abran como dos focos eléctricos.

Así es como debe ser.

Ya es mediodía en la capital, y el sol que desgarra las nubes comienza a calentar los charcos de agua sucia en donde beben los perros. Ayer por la noche vi como un hombre reventaba a patadas a un indigente y lo dejaba tirado en el piso; luego pensé en una selva en donde millones de animales salvajes me despedazaban y se engullían mis órganos. ¿Qué hago en Bogotá?, me pregunté, y el chino del restaurante en donde me encontraba sentado se tendió sobre una pila de cajas de cerveza y me pidió que no intentara interferir en ninguna escena de violencia que tuviera lugar en la acera de su negocio. La maldad y el envilecimiento son como una peste, una enfermedad del alma, una neurosis colectiva. Leo los libros que compré en el bazar de la calle Concordia y pongo cintas de colores en las páginas que me llaman la atención. Duermo sobre un colchón en el piso, y ya no me da frío en las noches porque Javier compró un calefactor para descongelarse los pies en cuanto llega del trabajo. Junto a nuestra pieza vive una actriz con su hijo, y a veces los escucho llorar a los dos juntos a través de la pared que separa nuestras vidas, pero no espero nada. Mis manos ya no son tan suaves como antes, y a veces parecen puños de hierro. Todos los días camino como un vagabundo sin empleo: berreo cuando no puedo escribir, tomo mis medicamentos y lavo los platos que ensucio después de comer. Dicen que afuera se está llevando una gran lucha, y es posible que alguien toque a mi puerta esperando que salga a la calle y me una a las manifestaciones de inconformismo y rabia que inocula las mentes de mi generación. Yo paseo por mi cuarto y de vez en cuando me asomo a la ventana para ver los autos que pasan a toda velocidad. En la cocina hay una despensa llena de comida. Los días de hambre han terminado, me digo, pero aun no comprendo lo que se debe hacer para dejar de ser un hijo de puta hombre triste.

Me siento como un zorro perseguido por los perros.

En guardia.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

muy bueno aram

Sebastián Trujillo dijo...

Bogotá, la ciudad de nadie, ayuda a sentirse más solo, más desdicahdo y más vagabundo. Pero, a pesar de todo, es un encanto.

Anónimo dijo...

Aram, escribes condenadamente bien.

cassie dijo...

wow! amo tu forma de escribir :D

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