domingo, 30 de agosto de 2009

"lo bueno de haber sufrido tanto es que al final morimos como perros"


En la mañana del 27 de agosto de 1950, pocos meses después de haber recibido el Premio Strega por su libro El bello verano, el poeta italiano Cesare Pavese se suicidaría ingiriendo 12 sobres de somníferos en un hotel de Turín. Para ese momento, Pavese ya se había convertido en una de las plumas más respetadas de Italia. Había publicado nueve novelas y dos libros de poesía. Había renunciado al éxito que le confería la crítica norteamericana. Había escrito las mejores páginas de un diario que no vería la luz editorial sino hasta 1952, dos años después de su muerte. Pero lo que nunca logró nuestro escritor, aunque así lo habría querido tanto, fue librarse de esa angustia que consume a los artistas cuando perciben como un augurio la futilidad de su existencia. Eso fue lo que mató a Márai y a Salgari. Lo que mató a Quiroga y a Mishima. Lo que mató a Hemingway y lo que indiscutiblemente me matará a mí si una niña con rostro de ángel y conciencia pervertida no me salva una y otra vez (de marras) hasta morir en una cópula desenfrenada en mi octogésimo cumpleaños.

¿Capisci, mie ragazze?

Empero, continuando con el protagonista literario de esta reseña inútil, podríamos aseverar que Pavese no sólo se mató debido a aquel estado de desdicha que los alemanes deprimidos llaman weltschmerz, ni a la otredad que Octavio Paz definió como una individualidad irremediable entre los seres.

Pavese, al igual que muchos otros, se suicidó por amor.

Todos, en algún momento, morimos por amor.

En su diario personal, el autor de El camarada y los Diálogos con Leuco logra algunas de las frases más desgarradoras que se han escrito en la literatura europea del siglo XX. Todas sus reflexiones están cargadas de un sentido absoluto, enfrascadas en una lógica que, si bien no se aplica a la vida corriente de muchos hombres, sí logra fondear los abismos del ser humano, sus angustias, su desazón, su fracaso existencial. En cada página se puede encontrar una sentencia que detiene el tiempo entre el libro y el hombre, y obliga al afligido y desocupado lector a pensar en la metafísica de su condición, en el sinsentido de una vida voluble e imperfecta, e inevitablemente condenada al látigo de la equivocación y la culpa. “Lo bueno de haber sufrido tanto es que al final morimos como perros”, escribe la pluma del poeta, sabiendo que al final lo único que nos salva del dolor es la ironía mordaz y el humor negro, la capacidad de atacarnos a nosotros mismos sin compasión, porque en el fondo, él lo sabe: no valemos nada, ni merecemos el más mínimo respeto. Para Pavese existir es casi lo mismo que padecer. En él solo existe el desasosiego de una supervivencia infeliz por lo cambiante, lo fútil y lo miserable. La frase que titula su diario reza El oficio de vivir, oficio que nos invita a equivocarnos, a ganar y a perder, a escalar montañas cargando grandes rocas como Sísifo, a aprender las reglas del juego antes de que el juego nos triture, a saber que la “felicidad sería perfecta de no ser por la huidiza angustia de hurgar en su secreto para volverla a hallar mañana y siempre”, o a comprender, quizás, que la “felicidad está en esa angustia. Y una vez más retorna la esperanza de que acaso mañana bastará el recuerdo".

viernes, 28 de agosto de 2009

no hacerse un exitoso fracasado o un profesional triste (poemas escritos en clase)

Mientras camino por el sendero
reviso mi bolsa.
En ella guardo un cambio de zapatos
y aceite para mi lámpara.
No tengo más compañía
que los árboles de esta selva
y el sol que se alsa frente a mí
e ilumina mis pasos.

Pronto vendrá la noche.
La luna es mi consuelo.
Pensaré en una bella palabra que contenga
todo el universo.

***

Un hombre dormía
en el portal de mi puerta.
Me dijo que venía de un país lejano.
Yo lo hice pasar.
Ambos somos vagabundos, le dije;
tu caminas por valles y montañas,
yo divago por los abismos de mi alma.

***

El sol comenzó a caer
y el anciano respiró hondo
-las únicas palabras
que merecen existir
son aquellas mejores
que el silencio
-.

***

Por el bosque se acerca
un hombre.
Las sombras de los árboles
protegen su piel.
Yo lo he visto partir
mil veces.
No pasará mucho tiempo
antes de que vuelva
al campo de batalla
de su espíritu.

domingo, 23 de agosto de 2009

"No has vivido / hasta no haber estado en una / pensión de mala muerte", Chinaski.



Todo pasado, por más miserable que parezca, es siempre mejor que el triste y confuso presente. Todo pasado se puede reinventar una y otra vez, y lo que entonces marcó nuestra vida con una impronta de sufrimiento, por vía de las lagunas etílicas o por el auxilio de la simple y humana tendencia a la auto-consolación, se puede convertir en una mentira piadosa para alegrar nuestra decrepitud senil. Aun no olvido, por ejemplo, cuanta estupidez y valentía templaban mi carácter antes de que comenzara a estudiar en esta universidad de la desilusión. Vivía solo en un cuarto con goteras y una cama de tubos de aluminio con las patas a punto de abrirse de par en par. En la pensión había 9 habitaciones y un solo baño, y los inquilinos no se podían demorar más de quince minutos en la ducha so pena de que la mano nervuda y sigilosa de la casera cerrara el paso del agua y uno se viera en el aprieto, o más exactamente en el apuro, de tener que envolverse en su toalla con el jabón (y tal vez el semen) adherido a la piel para terminar de bañarse a tazones de agua en la alberca de la terraza. Esa era la ley que gobernaba, y todos la seguíamos a pie juntillas por dos razones elementales: el alquiler era barato y las pajas podían durar menos de lo que se creía; lo suficiente para salir invicto y laureado por nuestra presteza sexual.

Tenía 21 años y amaba la literatura. La pregunta obvia para cualquier mente sagaz sería cómo me mantenía vivo en esta ciudad pérfida si no tenía trabajo y la mayor parte de mi tiempo la ocupaba leyendo libros ajados a la luz mortecina de una bombilla, a verbigracia, o escribiendo en cuadernos escolares páginas enteras sobre cosas que, entonces creía por razones próximas a la lealtad conmigo mismo, no podía olvidar jamás. Lo cierto es que mi vida en aquel entonces tenía todas las características de una existencia parasitaria, y creo que eso nunca fue una molestia siempre y cuando recibiera la mensualidad que me enviaba mi madre desde la lejana y montañosa provincia en donde crecí.



La pensión quedaba en un cuarto piso, sobre una calle abarrotada de talleres de mecánica y cantinas. Yo nunca permanecía allí el día entero. En la mañana, si contaba con la suerte de encontrar un lugar vacío en la estufa de gas, preparaba en una olla negrusca comida suficiente para no flaquear hasta la noche. Bajé 10 kilos en tres meses. Mis pantalones me empezaron a escurrir. Después salía escaleras abajo y enfilaba hacia el centro. Por las calles de Medellín caminaba sin pretender llegar a ningún lugar; entraba en las bibliotecas, me sentaba en una banca de parque, charlaba con la crápula de nuestro querido y poco colonial down-town. Luego volvía a casa cuando el estómago comenzaba a gruñir y, tras un aperitivo de lentejas avinagradas, leía en mi habitación, acostado sobre esa cama que en cualquier momento se iba a desbaratar, hasta que llegaba la noche y entonces volvía mis pasos hacia los tenderetes de los buhoneros de la carrera Bolívar, bajo la vía del metro, en donde compraba mis libros y fantaseaba con la posibilidad de no ser acuchillado.

Era 1998.

La libertad era lo que más importaba.

Al principio de cada mes podía darme el gusto de sentirme seguro y en paz con mi casera. En cuanto recibía la suma que me enviaba María desde Subundoy pagaba el alquiler del cuarto y compraba el mínimo indispensable para cuatro semanas en granos y sal. Lo mejor de vivir solo es que se puede hacer de cualquier forma. Lo peor es que siempre se termina por desesperar. No obstante, aprendí que existen dos tipos de desesperación: aquella que sentía frente al desahucio de mi pobreza y de la ciudad solitaria por donde caminaba sin sentido y esa otra que se instala en el pecho en cuanto nos damos cuenta de que en algún giro de la vida nos olvidamos de nuestros sueños más recónditos y queridos.

Entonces morimos por primera vez.

Mi primera muerte ocurrió cuando entré en la universidad y lo olvidé todo: mis ideas, mi esperanza, mi libertad. De pronto entendí por qué se había suicidado Andrés Caicedo, el autor de Calicalabozo, con 60 pastillas de Seconal. Caicedo se mató porque prefería que se lo comieran los gusanos a crecer, estudiar y verse a sí mismo desde la atalaya de una longeva madurez intelectual como la caricatura de un escritor seducido por el fatalismo juvenil.

Pero mi muerte no fué definitiva.

Me abrí paso entre las fosas y comprendí un secreto esencial. ¿Cual fué? Lo dice un viejo adagio chino: sólo habiendo muerto se entra en la vida.

...

El desaliento y la angustia consumen mi corazón. Aborrezco la aparición del día, que me invita a una vida, cuya verdad y significación es dudosa para mí. Paso la noche agitado por continuas pesadillas.

Fichte.

martes, 18 de agosto de 2009

"Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela..."



La única meta a la que puede aspirar un hombre preeminente es a morir con lucidez, y como los cerebros aguzados no los venden en tronquitos ni los dona la Oficina de Bienestar Estudiantil, sino que se forman a punta de alcohol y de libros inscritos dentro del Index Librorum Prohibitorum, por ejemplo, o de masturbaciones inocuas en medio de sesiones de estudio insomne, o de arte, o de ejercicios de retórica procaz, entonces esta declaración de inconformismo, emplazada hasta hoy por motivos que a usted no le importan, no tiene otra razón de ser que la de sugerir un cambio substancial en la manera como algunos jovencitos casquivanos de esta universidad piensan que debe ser la vida, por un lado, su sociedad, por el otro, su futuro profesional, su experiencia adquirida en el campo de sexo lúbrico y el amor, su felicidad, su éxito y hasta su posterior desempeño como padres y madres de una nueva generación de seres humanos tristes y sin esperanza. Este no es un manifiesto estético, ni político, ni existencial; es un escupitajo ponzoñoso sobre el rostro de todos aquellos que confían sus mas profundas esperanzas a la racionalidad que el siglo XX se encargó de deslegitimar con sus dos guerras cruentas, al fanatismo ideológico que hoy embota las mentes de cientos de marchantes imberbes contra el gobierno corrupto de nuestro país, a la formación académica como el medio más seguro para adquirir respetabilidad social mediante doctorados infames basados en investigaciones superfluas. Este es el tabernáculo de los que todavía leen a pesar de que en su casa nunca ha habido libros ni biblioteca, de los que confían en la locura y la imaginación sin que les importe su atuendo, ni el colchón mohíno sobre el que duermen, ni los zapatos rotos en época de lluvia, ni la billetera sucia que solo guarda poemas; de los que se deprimen cuando se saben solos como un perro, de los que sonríen hambrientos frente a la vitrina del pan, de los que se masturban cada día pensando en la niña más inteligente de su clase, de los que sueñan con que en otro tiempo posterior a éste trascenderán la historia gracias a su arte. Bienvenidos al único espacio para hombres y mujeres que no saben lo que quieren, pero que le apuestan a lo que Beckett llamó una búsqueda ciega por darse un sentido, y como no es nuestra culpa que en una nación donde la mitad del congreso tiene las manos manchadas de sangre la juventud se pierda en el devaneo fútil de la vida y se decida muchas veces por hendirse las venas con una navaja Gillette, pues yo personalmente he decidido darles a todos ustedes, mis queridos y lúgubres lectores, una voz de aliento en estos tiempos convulsos. Ustedes no están solos: LOS INCAPACES SOMOS MÁS. Así que no os pongáis tan cabizbajos. Una cosa buena tengo por deciros para sobrevivir a la desesperación: nec spe, nec metu.

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